Existen,
lamentablemente, muchas personas que parecen desconocer que tienen la preciosa
oportunidad de callarse y, por ende, jamás guardan silencio cuando con solo
escuchar a su sentido común bastaría para hacerlo.
Suelo tener contacto con
cantidad de gente durante cada día, debido a lo cual sufro con frecuencia ese
defecto de tales personas.
En mi derrotero
diario entre ciudades con destino al trabajo no tengo por costumbre levantar
personas que estén haciendo dedo. No porque no quiera o no desee llevar a
alguien, sino porque para mí esos minutos en compañía de la soledad son
extremadamente valiosos. No obstante, cuando la persona es conocida es como que
siento que tengo la obligación de llevarla. Y eso fue lo que ocurrió en esta
oportunidad. Era un uniformado que vivía cerca de casa y me pareció una
desatención de mi parte dejarlo en banda, a pesar de que los uniformados en
general no son muy de mi agrado. No me pregunten por qué, pero es como que me
producen una especie de rechazo, como que nunca llegaría a ser amigo de uno de
ellos.
La cuestión es que
paré y el tipo se acomodó en el asiento del acompañante. Yo, sobre todo a las
mañanas, suelo hablar muy poco o casi nada, y el tipo parecía sentir la
obligación de hacerlo. Después de comentar las trivialidades sobre el tiempo
que se utilizan habitualmente para iniciar cualquier conversación y ver que yo
solo prestaba atención al manejo y a mi diversidad de pensamientos, empezó a
contarme: que lo habían cambiado de puesto de guardia y que ahora estaba en un
sanatorio, que charlaba con los médicos, que a la mayoría los conocía aunque no
recordaba sus nombres, que hacía unos días había aparecido uno nuevo y que le
había preguntado de dónde había venido; a lo que el Doctor le había respondido
que era de C. del Uruguay, tras lo cual él le había objetado: “uh, de aquél
lado ni el viento que viene es bueno”. Luego me dijo que el médico solo lo
miró, como sorprendido ante la afirmación, después dio media vuelta y se fue
por donde había llegado. Me contó todo eso con una dibujada sonrisa de
sobrador, como dando claramente por entendido que él, por ser de acá, del lugar
dónde se reciben los malos vientos de la Histórica, era mejor o mucho más que
ese Doctor que no conocía, o que su vecino que lo había encontrado haciendo
dedo y lo había acercado a su trabajo como tantas otras veces.
Cuánto más
inteligente me habría resultado el hombre con tan solo haber hecho silencio en
lugar de haber vertido tal opinión.
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