A pesar de que odio tal desatino, llegué
tarde. La conspiración entre el retraso en el salir del trabajo, el tránsito
lento y un par de pelotudos importantes haciendo grandes honores a tales
rótulos; lograron —como siempre pasa cuando uno está apurado, no sé qué me
sorprende—, que cuando necesitaba fluidez en el viaje esta desapareciera
dejándome presto para incumplir con la formalidad de llegar a horario al
compromiso. Habíamos quedado por teléfono con una señora de agradable voz
aunque no por ello muy definida edad, de encontrarnos para charlar sobre unos
manuscritos que yo le había hecho llegar con anterioridad. Como tal
circunstancia podía representar para mí una relativa importante posibilidad, esto
se me reflejaba en cierto nerviosismo aumentado en gran medida por la tardanza.
Llegué al lugar, retoqué mi aspecto observándome en el vidrio de la ventana
situada a un lado de la entrada, respiré hondo, tomé el coraje necesario y
empujé la puerta de ingreso. No había que derrochar demasiados recursos de
inteligencia para localizarla, era la única mujer que ocupaba una mesa del, a
esa hora casi desierto, café. Allí estaba, ensimismada en largos bostezos.
Entre uno y otro hojeaba parsimoniosamente, como carente de convicción unos
papeles que tenía sobre la mesa y que identifiqué como mis originales —vaya
sagacidad la mía, si había ido a entrevistarse conmigo, ¿papeles de quién podía
haber llevado?—. La observé desde mi indecisa posición, detenido junto a la
puerta de ingreso. Si tenía algunas dudas al concurrir a la cita, tras
interpretar su lenguaje corporal se habían colmado todos mis receptáculos
preparados para tal menester. No obstante hice de tripas corazón y fui a su
encuentro diciéndome: “que sea lo que deba ser”.
Pues resultó ser una muy agradable charla,
durante un par de horas paseamos por una infinidad de temas afines, que
volvimos a recordar en posteriores encuentros. De los borradores ni nos
acordamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario