Con seguridad les ha
ocurrido a muchos de ustedes que han arribado a un momento de sus vidas en el
que dijeron: “Hasta acá he redondeado una buena actuación, me gusta la
situación en que me encuentro. Estoy satisfecho con lo que la vida me ha dado y
ansío que todo siga como hasta ahora”.
Y, en ese preciso momento, o un tanto después ocurrió algo que les hizo
saber fehacientemente que estaban viviendo en un castillo de naipes y que se
levantó viento y les derrumbó todo —y no me refiero solamente a bienes
materiales, hago también referencia a las relaciones y a todo aquello que hace
al bienestar del ser humano con su entorno—.
¿Será que los cimientos de
nuestras construcciones mundanas son tan endebles?, ¿será que cada vez estamos
más susceptibles a las influencias externas que cualquier hecho fortuito u
opinión ajena nos afecta?, o ¿ambas cosas?
Los imprevistos no son
previsibles. Aunque esto suene a obvio, creo que ahí está el gran problema.
Como seres pensantes que somos y dueños de un ego que la mayoría de las veces
nos maneja a su antojo, creemos que tenemos todo previsto y por ende
controlado, cuando ni siquiera nos controlamos a nosotros mismos. Y si no
tenemos control sobre nosotros mucho menos lo vamos a tener sobre nuestro
entorno y menos aún sobre las influencias provenientes del exterior.
A cuantos de ustedes les
habrá ocurrido que pasaron, o dejaron transcurrir, la mitad de sus vidas en pos
de cumplir el sueño, costumbrista y antiguo aunque nunca pasado de moda, de
tener la casa propia, el auto y un trabajo aceptable que reditúe para mantener
esos bienes; y cuando obtuvieron todo eso, se dieron cuenta de algunas de estas
cosas entre tantas: que físicamente ya no estaban en condiciones de disfrutar
la vida, o que ya no encontraban cómo vivirla pues no sabían otra cosa que
hacer que agachar el lomo, o que ya no tenían una familia para disfrutar esos
logros porque esta se aburrió de esperarlos y se disgregó o se les fue en el
peor de los casos.
Cuando se deja de lado a
las personas que bien te quieren por tratar de cumplir nuestro sueño o alcanzar
nuestro ideal, generalmente las perdemos y más aún en estos tiempos de
sentimientos playos o fácilmente reemplazables.
Les dejo el interrogante:
¿realmente valdrá la pena hipotecar la mejor época de nuestra vidas en pos de
lograr un objetivo que no tenemos la mínima certeza de que algún día llegaremos
a disfrutar? La duda la siembra alguien que desde chico tuvo la firme
convicción de que había que lograr ese ideal y que lo logró, aunque todavía
tiene varios pendientes en su vida relacionados con imprevistos.
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