martes, 10 de febrero de 2015

Castillo de naipes

Con seguridad les ha ocurrido a muchos de ustedes que han arribado a un momento de sus vidas en el que dijeron: “Hasta acá he redondeado una buena actuación, me gusta la situación en que me encuentro. Estoy satisfecho con lo que la vida me ha dado y ansío que todo siga como hasta ahora”.  Y, en ese preciso momento, o un tanto después ocurrió algo que les hizo saber fehacientemente que estaban viviendo en un castillo de naipes y que se levantó viento y les derrumbó todo —y no me refiero solamente a bienes materiales, hago también referencia a las relaciones y a todo aquello que hace al bienestar del ser humano con su entorno—.
¿Será que los cimientos de nuestras construcciones mundanas son tan endebles?, ¿será que cada vez estamos más susceptibles a las influencias externas que cualquier hecho fortuito u opinión ajena nos afecta?, o ¿ambas cosas?
Los imprevistos no son previsibles. Aunque esto suene a obvio, creo que ahí está el gran problema. Como seres pensantes que somos y dueños de un ego que la mayoría de las veces nos maneja a su antojo, creemos que tenemos todo previsto y por ende controlado, cuando ni siquiera nos controlamos a nosotros mismos. Y si no tenemos control sobre nosotros mucho menos lo vamos a tener sobre nuestro entorno y menos aún sobre las influencias provenientes del exterior.
A cuantos de ustedes les habrá ocurrido que pasaron, o dejaron transcurrir, la mitad de sus vidas en pos de cumplir el sueño, costumbrista y antiguo aunque nunca pasado de moda, de tener la casa propia, el auto y un trabajo aceptable que reditúe para mantener esos bienes; y cuando obtuvieron todo eso, se dieron cuenta de algunas de estas cosas entre tantas: que físicamente ya no estaban en condiciones de disfrutar la vida, o que ya no encontraban cómo vivirla pues no sabían otra cosa que hacer que agachar el lomo, o que ya no tenían una familia para disfrutar esos logros porque esta se aburrió de esperarlos y se disgregó o se les fue en el peor de los casos.
Cuando se deja de lado a las personas que bien te quieren por tratar de cumplir nuestro sueño o alcanzar nuestro ideal, generalmente las perdemos y más aún en estos tiempos de sentimientos playos o fácilmente reemplazables.

Les dejo el interrogante: ¿realmente valdrá la pena hipotecar la mejor época de nuestra vidas en pos de lograr un objetivo que no tenemos la mínima certeza de que algún día llegaremos a disfrutar? La duda la siembra alguien que desde chico tuvo la firme convicción de que había que lograr ese ideal y que lo logró, aunque todavía tiene varios pendientes en su vida relacionados con imprevistos.

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