No sé cómo había llegado hasta allí ni por qué hacía lo que estaba
haciendo —tal vez por lo sorprendente que me resultaba la situación misma—, pero
me encontraba embobado observando a una pareja definitivamente muy despareja. Caminaban
acaramelados por los senderos de la plaza: Ella era tan frágil, tan blanca, tan
tierna, tan dulce, tan bella, tan sutil, tan… tan única; y él era tan grande,
tan rústico, tan torpe, tan ancho, tan fuerte, tan grave, tan feo, tan… tan opuesto
a ella.
Si hasta pareciera que la esbeltez del cuerpo de ella se podría romper al
mínimo contacto con cualquier parte de él, como se rompe el fastuoso cristal al
toque de la mísera piedra. Si hasta se podría temer que él pudiera lastimarla o
al menos irritar su delicada piel con el roce de sus manos, ásperas, sucias y
callosas, en su pretensión de acariciarla.
Y si uno contaría con cierto grado elevado de imaginación y arriesgaría ver
un poco más allá de lo que percibe, seguramente todo aquello que uno se pudiera
imaginar concordaría con que, haga lo que haga él, sólo resultaría en daño para
ella.
Tal vez él no mereciera estar con ella, o tal vez sí. ¿Quién podría determinar
con exactitud tal cosa, si no existen reglas ni medidas para hacerlo? Lo
concreto es que ella está allí con él y se nota que lo ama sin restricciones,
sin tapujos, sin temores, y que no le importa en absoluto lo que digan los
demás, porque ya se sabe que el amor, cuando se está inmerso en él, te hace sordo,
te enceguece y hace que se te esfume la nitidez de la racionalidad.
Y puestos a imaginar, entonces imaginé que, tal vez y solo tal vez,
sumergidos en la oscuridad de las noches, él no sería tan terrible al contacto
de ella y ella no sería tan delicada ante las caricias de él; y que quizás allí
desnudaran lo mejor de ellos, aquello que sale desde muy adentro de nuestro ser
y nos hace a cada uno de nosotros tan particulares y únicos.
Sin ir más lejos esta pareja despareja es como una clara representación
de lo caprichoso del amor mismo, pues a éste, gran evasor si los hay, nunca lo
encontramos cuando ni donde lo buscamos y, por ende, debemos esperar a que él se
le ocurra venir hasta nosotros si se le place hacerlo; si es que antes no le
pasó que se quedó dormido por tiempo indeterminado en el escondite
oportunamente elegido para burlarse de nosotros.
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