martes, 17 de febrero de 2015

Delirios de libertad

Tomaste la decisión de ser libre. Crees serlo porque corres alejándote de aquello que considerabas una prisión, y abres los brazos y sientes que te pega en la cara el aire puro con aromas a naturaleza y lo tragas en grandes bocanadas oxigenando tu cuerpo. Y mientras más te alejas del lugar donde creías estar prisionero, más amplia se dibuja tu sonrisa con la certeza pintada en tonos de libertad. Y sigues corriendo hasta que tu mente da órdenes que ya tus piernas no pueden cumplir y se doblan y caes de bruces y te lastimas la cara, y entonces te das cuenta que eres prisionero de tu sedentarismo; que no estás entrenado para el esfuerzo que demanda el subsistir sin ayuda. Descansas un rato, recuperas energías y vuelves a correr, aunque ya no es el mismo ímpetu el que te acomete. Lo haces una y otro vez hasta que sientes sed y hambre, y estás todo transpirado, y sucio, y percibes el olor a rancio de tu propio sudor, y no tienes un desodorante a mano, y te sientes pegajoso y necesitas ir al baño y asearte; pero no hay donde puedas hacerlo y ni siquiera cuentas con la mínima ropa para cambiarte. Entonces te das cuenta que sigues siendo un prisionero del sistema por más que estés en el medio del campo, o arriba de una montaña o atravesando el desierto, porque no tienes ni la más mínima idea de dónde conseguir los enseres necesarios para sobrevivir. Y piensas: “si hubiera un supermercado o una casa cerca…” Pero eso también forma parte, como tantas otras cosas, de la prisión de la que crees que acabas de escapar y dolorosamente te das cuenta que por más que hayas superado un par de rejas, de todas maneras te tienen sujeto a través de un resorte al que estiras y estiras hasta que un día no da más y se contrae volviéndote a dejar donde te encontrabas para que no puedas ir más allá que hasta dónde se tense, sin opción de que puedas escapar, salvo por la vía del sacrificio; aunque ya nadie enseña esta materia porque no hay voluntarios que la quieran aprender. Y acabas por regresar a la prisión con la frente marchita, dejando de lado tus utópicos sueños de libertad, pero con el convencimiento ya instalado de que al fin y al cabo no es tan malo estar allí. 

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