Tomaste
la decisión de ser libre. Crees serlo porque corres alejándote de aquello que
considerabas una prisión, y abres los brazos y sientes que te pega en la cara el
aire puro con aromas a naturaleza y lo tragas en grandes bocanadas oxigenando
tu cuerpo. Y mientras más te alejas del lugar donde creías estar prisionero,
más amplia se dibuja tu sonrisa con la certeza pintada en tonos de libertad. Y
sigues corriendo hasta que tu mente da órdenes que ya tus piernas no pueden
cumplir y se doblan y caes de bruces y te lastimas la cara, y entonces te das cuenta
que eres prisionero de tu sedentarismo; que no estás entrenado para el esfuerzo
que demanda el subsistir sin ayuda. Descansas un rato, recuperas energías y
vuelves a correr, aunque ya no es el mismo ímpetu el que te acomete. Lo haces
una y otro vez hasta que sientes sed y hambre, y estás todo transpirado, y
sucio, y percibes el olor a rancio de tu propio sudor, y no tienes un
desodorante a mano, y te sientes pegajoso y necesitas ir al baño y asearte;
pero no hay donde puedas hacerlo y ni siquiera cuentas con la mínima ropa para
cambiarte. Entonces te das cuenta que sigues siendo un prisionero del sistema
por más que estés en el medio del campo, o arriba de una montaña o atravesando
el desierto, porque no tienes ni la más mínima idea de dónde conseguir los
enseres necesarios para sobrevivir. Y piensas: “si hubiera un supermercado o
una casa cerca…” Pero eso también forma parte, como tantas otras cosas, de la
prisión de la que crees que acabas de escapar y dolorosamente te das cuenta que
por más que hayas superado un par de rejas, de todas maneras te tienen sujeto a
través de un resorte al que estiras y estiras hasta que un día no da más y se
contrae volviéndote a dejar donde te encontrabas para que no puedas ir más allá
que hasta dónde se tense, sin opción de que puedas escapar, salvo por la vía del
sacrificio; aunque ya nadie enseña esta materia porque no hay voluntarios que
la quieran aprender. Y acabas por regresar a la prisión con la frente marchita,
dejando de lado tus utópicos sueños de libertad, pero con el convencimiento ya
instalado de que al fin y al cabo no es tan malo estar allí.
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