Él
desplaza el sillón y lo acomoda con cuidado, ya que no desea sacarla de sus
pensamientos, al lado de donde ella está sentada. Con cierta dificultad se
sienta y la observa sutilmente de reojo. Está tan cerca y a la vez tan distante.
Percibe el aroma y el calor de su cuerpo y al mismo tiempo se estremece con la
frialdad de la ausencia de su mirada. Observa la tenue sonrisa de sus marchitos
labios con la maldita certeza de que no sonríe por él. Lo acomete el irónico
deseo de decirle: “Podrías volver, venir y quedarte por un momento conmigo, quererme
aunque sea un cachito o un montón, como antes; lo que vos prefieras. Soy todo
tuyo y estoy dispuesto como siempre a recibir tus caricias, tus mimos, tus abrazos
espontáneos, tus besos cálidos”. Hace tanto que no los recibe que… que casi ya
no recuerda cómo eran o a qué sabían, aunque bien sabe que los extraña porque
aún le quedan resabios del embrujo de los largos años de encanto. No obstante se
atraganta con sus palabras, y tan solo logra dejar salir un molesto carraspeo
casi transformado en tos. Tal vez se las haya tragado debido al temor a que
ella lo mal interpretara y sus palabras le terminaran cayendo mal y su cuerpo
acabara por cumplir con la amenaza latente desde hace un tiempo de marcharse
para no volver. Puede más la preferencia de tenerla ahí a su lado aunque esté
tan lejos, que perder toda esperanza de que vuelva a ser la que era porque ya
no está. De pronto él recuerda que ella pretende no reconocerlo, y por un
momento lo cree, y sus ojos se dilatan amagando con derramar lágrimas que
atosigadas por la opresión que ejerce sobre su pecho semejante pena ya no
pueden salir.
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