Serán solo unos minutos diarios en los que él esperará la señal o el
mensaje, como el apostador pobre espera ser millonario, como Penélope espera a su
amor, como el Coronel espera la prometedora carta que cambiará su destino; con
la diferencia de que en este caso el amor tal vez existe y también quizás haya
quién redactara la misiva. Una vez pasado ese tiempo sin novedades volverá, con
la cabeza gacha, transitoriamente desilusionado, apesadumbrado, a la rutina
diaria. Pero, como a los excesos uno se acostumbra rápido, a las carencias,
aunque más lento, también termina uno acomodándose. No obstante, eso nunca hará
que las ilusiones se pierdan o dejen de renovarse porque son la sal que
condimenta la vida misma. No señor. Si es introvertido masticará la bronca y la
procesión irá por dentro. Si es extrovertido maldecirá a su mala estrella o a
quién o quienes considere culpables de su situación, incluso a sí mismo si ha
determinado que le cabe culpabilidad. Pero, ocurra lo que ocurra mientras dure
la bronca, la ilusión será renovada y él esperará nuevamente esa señal o ese guiño
del destino al otro día. Y al otro… Y al otro. Porque de eso se trata el vivir
la vida, de percibir un guiño, de buscar una señal, de ver un mensaje que nos
ilusione, y prestarle atención para que nos transporte hacia lo atrayente de lo
incierto, hacia lo ilusorio, hacia tratar de encontrar lo que, muchas veces sin
querer y otras veces queriendo, buscamos.
Este es mi borrador virtual. Todos los textos son de mi exclusiva autoría. No siguen ninguna línea específica ni hilo conductor, ni siquiera una cronología. Publico compulsivamente cuando tengo ganas, y cuando no las tengo me pregunto por qué pierdo el tiempo en hacerlo. Soy así. Las imágenes fueron tomadas de Internet.
jueves, 26 de febrero de 2015
miércoles, 25 de febrero de 2015
Impronta felina
Sigiloso,
presto, con las pupilas dilatadas y la mirada fija, se dirige hacia mí sin
ningún atisbo de duda en cuanto a la decisión tomada. Hago como que no lo veo,
si él actúa convencido yo aparento estarlo aún más. No me muevo ni un ápice del
lugar dónde estoy, no serviría de nada, siempre será más veloz que yo. Cuando
sabe que está a la distancia correcta, felinamente se agazapa y sin más
preámbulos salta sobre mí. Hago un hueco echando mi abdomen hacia atrás
aprestándome a recibir su impronta, tratando de contrarrestar su actitud de la
manera más adecuada. El muy pillo no termina de acurrucarse que ya ronronea.
Señaladas
No es un secreto que ciertas personas por solo hecho de haber nacido bajo la influencia de una buena estrella, todo lo que encaran o decidan hacer de la manera que sea les resulta a la perfección o de acuerdo a como ellas esperaban. Tampoco lo es que existen otras que parecieran llevar sobre sus espaldas todo el peso del firmamento, o estar bajo la influencia del más alto voltaje de negatividad generada por la unión de todos los agujeros negros del universo. Desde el mismísimo momento de su llegada al mundo parecen estar señaladas, lo cual hace que durante su vida vayan acumulando pálida tras pálida, mala tras mala, derrota tras derrota, pérdida tras pérdida. Y esto les ocurre sin siquiera intentar hacer algo, solo les sucede como si se tratase de un mandato irrevocable de una perversa ley de atracción de lo inevitable, o el señalamiento de un índice acusativo imaginario cuya orden parece ser inquebrantable. No se confundan, no hago alusión a quienes suelen atraer a las pálidas debido a su negatividad, a su rechazo a lo positivo; me refiero a aquellas personas que parecen estar signadas para sufrir, que no tienen elección para cambiar su innato infortunio. Pareciera ser que siempre estuvieran en el foco de la tormenta eléctrica, como si giraran permanentemente inmersas en la cola de un tornado y estallaran relámpagos a diestra y siniestra. Y viven rogando que ninguno las alcance, y si los rayos no caen sobre ellas seguro afectan a alguno de sus seres queridos. Aprenden a soportar y a convivir con esos estados catastróficos, hasta que un día se cansan y terminan por desear que un rayo las parta al medio para acabar de una vez por todas con sus malditas existencias plagadas de indeseables experiencias. Desequilibrios, injusticias o baches oscuros no considerados por la vida misma.
miércoles, 18 de febrero de 2015
Voy…
Voy devorándote poquito a poco, suavemente. Tu boca es mi boca y
la mía tú propiedad, y nuestros labios confundidos se dejan llevar, perdidos en
el fuego de la pasión que nos consume.
Voy moldeándote despacito, pacientemente, como el artesano a la
noble madera.
Voy ajustando, milímetro a milímetro, mi piel a tu piel
absorbiendo la calidez de tu sangre cual parásito de tu cuerpo.
Voy dibujando con tenues pero certeros trazos cada curva y contra
curva, cada vericueto, haciendo caso a cada señal de desvío para no caer por el
barranco, como si fuera ascendiendo hacia el más alto y peligroso de tus
cerros, aunque con la seguridad de saber que es el camino que me llevará a la
gloria.
Voy sumergiéndome en las profundidades abismales de tu ser, lanzándome
de cabeza, sin temor y sin pudor, aún sin saber dónde acabaré, confiando
ciegamente en ti.
Voy copiando tus sinuosidades, escaneando tus movimientos,
atravesando tus túneles y encandilándome con las luces brillantes del final; y
si esa es mi muerte pues a tan dulce cerrar de ojos sin pestañear me entrego.
martes, 17 de febrero de 2015
Tal vez
Tal vez te hayas acurrucado sobre mi pecho y escuchado los latidos
acelerados de mi corazón por única vez.
Tal vez tan solo aprovechaste un momento de
debilidad para envolverme con la paz que tú irradias.
Tal vez la luna, único testigo presencial de
nuestro encuentro, no vuelva a vernos juntos otra vez.
Tal vez a partir de hoy mis sentimientos te
sean fieles sin fin, aunque no me pertenezcas ni tal vez me correspondas.
Tal vez todo lo que te he contado no se lo he
contado a nadie.
Tal vez lo que siento por ti no lo he sentido
por alguien más.
Tal vez tengo la certeza de que eres lo que
inconscientemente siempre busqué.
Tal vez el tiempo me termine diciendo que he
soñado una vez más.
Tal vez…
Tal vez sobren tantos tal vez.
En la triste compañía de su ausencia
Él
desplaza el sillón y lo acomoda con cuidado, ya que no desea sacarla de sus
pensamientos, al lado de donde ella está sentada. Con cierta dificultad se
sienta y la observa sutilmente de reojo. Está tan cerca y a la vez tan distante.
Percibe el aroma y el calor de su cuerpo y al mismo tiempo se estremece con la
frialdad de la ausencia de su mirada. Observa la tenue sonrisa de sus marchitos
labios con la maldita certeza de que no sonríe por él. Lo acomete el irónico
deseo de decirle: “Podrías volver, venir y quedarte por un momento conmigo, quererme
aunque sea un cachito o un montón, como antes; lo que vos prefieras. Soy todo
tuyo y estoy dispuesto como siempre a recibir tus caricias, tus mimos, tus abrazos
espontáneos, tus besos cálidos”. Hace tanto que no los recibe que… que casi ya
no recuerda cómo eran o a qué sabían, aunque bien sabe que los extraña porque
aún le quedan resabios del embrujo de los largos años de encanto. No obstante se
atraganta con sus palabras, y tan solo logra dejar salir un molesto carraspeo
casi transformado en tos. Tal vez se las haya tragado debido al temor a que
ella lo mal interpretara y sus palabras le terminaran cayendo mal y su cuerpo
acabara por cumplir con la amenaza latente desde hace un tiempo de marcharse
para no volver. Puede más la preferencia de tenerla ahí a su lado aunque esté
tan lejos, que perder toda esperanza de que vuelva a ser la que era porque ya
no está. De pronto él recuerda que ella pretende no reconocerlo, y por un
momento lo cree, y sus ojos se dilatan amagando con derramar lágrimas que
atosigadas por la opresión que ejerce sobre su pecho semejante pena ya no
pueden salir.
Tu peor castigo será darte cuenta
De que contabas con todos los ingredientes para
conseguir la tan ansiada plenitud y no los mezclaste adecuadamente. De que
estaba todo dado para que fueras feliz y no lo supiste aprovechar. Y eso te
pasó por creerle a alguien que lo único que hace es venderle ilusiones al
viento en desmedro de aquello que recibías habitualmente y que considerabas
como migajas de un querer. Tal vez en cierta manera tenías razón, eran solo
migajas, pero migajas sinceras de pasión, de amor; y no todo un cúmulo
rebosante de pasiones ficticias y quereres falsos. Abundan y ya casi son plaga
—ayudados por las facilidades que ofrecen los medios de comunicación que
existen hoy día— los comerciantes de ilusiones, los vendedores de humo que
te ofrecen la luna y las estrellas, y a Marte también. Te hablan lindo, te
escriben mejor, son cancheros, te hacen entender que lo saben todo, te crean
dependencia y sobre todo, te hacen creer que al lado de ellos estarás por
siempre segura y serás valorada como corresponde. Tal vez así sea, pero el
problema es que convencen de igual forma a todas aquellas que se presten al
juego y que ellos puedan atender al mismo tiempo. Y no les importa perderte,
eres un número, siempre habrá quién te reemplace, ellos jamás se involucran
como tú lo haces. Entonces cuando te das cuenta del engaño te caes a pedazos,
quedas hecha una piltrafa, eres un despojo humano sumido en la depresión y la
incertidumbre. Y te costará horrores salir, recuperarte, y volver a creer en
alguien, puesto que desconfiarás hasta de tu propia sombra. No obstante, ten
cuidado, no estás libre de volver a caer, ellos son muy hábiles y ya sabemos
que el amor es ciego.
Delirios de libertad
Tomaste
la decisión de ser libre. Crees serlo porque corres alejándote de aquello que
considerabas una prisión, y abres los brazos y sientes que te pega en la cara el
aire puro con aromas a naturaleza y lo tragas en grandes bocanadas oxigenando
tu cuerpo. Y mientras más te alejas del lugar donde creías estar prisionero,
más amplia se dibuja tu sonrisa con la certeza pintada en tonos de libertad. Y
sigues corriendo hasta que tu mente da órdenes que ya tus piernas no pueden
cumplir y se doblan y caes de bruces y te lastimas la cara, y entonces te das cuenta
que eres prisionero de tu sedentarismo; que no estás entrenado para el esfuerzo
que demanda el subsistir sin ayuda. Descansas un rato, recuperas energías y
vuelves a correr, aunque ya no es el mismo ímpetu el que te acomete. Lo haces
una y otro vez hasta que sientes sed y hambre, y estás todo transpirado, y
sucio, y percibes el olor a rancio de tu propio sudor, y no tienes un
desodorante a mano, y te sientes pegajoso y necesitas ir al baño y asearte;
pero no hay donde puedas hacerlo y ni siquiera cuentas con la mínima ropa para
cambiarte. Entonces te das cuenta que sigues siendo un prisionero del sistema
por más que estés en el medio del campo, o arriba de una montaña o atravesando
el desierto, porque no tienes ni la más mínima idea de dónde conseguir los
enseres necesarios para sobrevivir. Y piensas: “si hubiera un supermercado o
una casa cerca…” Pero eso también forma parte, como tantas otras cosas, de la
prisión de la que crees que acabas de escapar y dolorosamente te das cuenta que
por más que hayas superado un par de rejas, de todas maneras te tienen sujeto a
través de un resorte al que estiras y estiras hasta que un día no da más y se
contrae volviéndote a dejar donde te encontrabas para que no puedas ir más allá
que hasta dónde se tense, sin opción de que puedas escapar, salvo por la vía del
sacrificio; aunque ya nadie enseña esta materia porque no hay voluntarios que
la quieran aprender. Y acabas por regresar a la prisión con la frente marchita,
dejando de lado tus utópicos sueños de libertad, pero con el convencimiento ya
instalado de que al fin y al cabo no es tan malo estar allí.
Objetivo trascender
Todo ser humano debería estar siempre buscando un
fin. Caminando, trotando o corriendo detrás de un objetivo. O intentando
alcanzar un propósito por más evasivo que este le parezca o le resulte. Siempre.
Se puede discutir sobre cuál es esa finalidad, ya que esta puede ser material, espiritual
o tal vez onírica —referente a los sueños—, pero jamás tendríamos que
confrontar o poner en duda que ese propósito no está. No creo que haya una
persona que nazca, transcurra por la vida y fallezca sin haber tenido un
propósito. Todos tenemos una razón de ser. De hecho no concibo la idea de que
exista alguien sobre la faz de la tierra que no tenga un sueño por cumplir o un
objetivo por alcanzar, por más humilde que sea esa persona. Además de ese
propósito que hace que viajemos por la vida —en un proceder malo, bueno o
regular, ese ya es otro tema y depende de cada uno—, todos deberíamos buscar la
trascendencia post mortem de una manera u otra. Intentar dejar nuestra huella
en este mundo, por más pequeña que esta sea, que permita aseverar, el día en
que ya no formemos parte de él, cosas tales como: a esto lo hizo mengano, o aquello
es así como decía fulano de tal, o el finado equis lo hubiera hecho de tal
manera, por ejemplo, entre tantas otras alusiones que se pueden hacer sobre
personas que ya no están físicamente, pero que dejaron bien marcado su paso por
entre nosotros. Ya sé, muchos de ustedes
podrán preguntarse: ¿de qué sirve trascender, dejar huella, si total cuando ya
no estemos no nos vamos a enterar de lo que la gente diga sobre ello? ¿Realmente
saben si no nos vamos a enterar? ¿Qué pasaría si esa trascendencia hace que,
tal vez y solo tal vez, podamos enterarnos desde otro plano lo que piensa o
dice sobre nosotros la demás gente que aún conserva el don de la vida?
lunes, 16 de febrero de 2015
Preciado silencio
Existen,
lamentablemente, muchas personas que parecen desconocer que tienen la preciosa
oportunidad de callarse y, por ende, jamás guardan silencio cuando con solo
escuchar a su sentido común bastaría para hacerlo.
Suelo tener contacto con
cantidad de gente durante cada día, debido a lo cual sufro con frecuencia ese
defecto de tales personas.
En mi derrotero
diario entre ciudades con destino al trabajo no tengo por costumbre levantar
personas que estén haciendo dedo. No porque no quiera o no desee llevar a
alguien, sino porque para mí esos minutos en compañía de la soledad son
extremadamente valiosos. No obstante, cuando la persona es conocida es como que
siento que tengo la obligación de llevarla. Y eso fue lo que ocurrió en esta
oportunidad. Era un uniformado que vivía cerca de casa y me pareció una
desatención de mi parte dejarlo en banda, a pesar de que los uniformados en
general no son muy de mi agrado. No me pregunten por qué, pero es como que me
producen una especie de rechazo, como que nunca llegaría a ser amigo de uno de
ellos.
La cuestión es que
paré y el tipo se acomodó en el asiento del acompañante. Yo, sobre todo a las
mañanas, suelo hablar muy poco o casi nada, y el tipo parecía sentir la
obligación de hacerlo. Después de comentar las trivialidades sobre el tiempo
que se utilizan habitualmente para iniciar cualquier conversación y ver que yo
solo prestaba atención al manejo y a mi diversidad de pensamientos, empezó a
contarme: que lo habían cambiado de puesto de guardia y que ahora estaba en un
sanatorio, que charlaba con los médicos, que a la mayoría los conocía aunque no
recordaba sus nombres, que hacía unos días había aparecido uno nuevo y que le
había preguntado de dónde había venido; a lo que el Doctor le había respondido
que era de C. del Uruguay, tras lo cual él le había objetado: “uh, de aquél
lado ni el viento que viene es bueno”. Luego me dijo que el médico solo lo
miró, como sorprendido ante la afirmación, después dio media vuelta y se fue
por donde había llegado. Me contó todo eso con una dibujada sonrisa de
sobrador, como dando claramente por entendido que él, por ser de acá, del lugar
dónde se reciben los malos vientos de la Histórica, era mejor o mucho más que
ese Doctor que no conocía, o que su vecino que lo había encontrado haciendo
dedo y lo había acercado a su trabajo como tantas otras veces.
Cuánto más
inteligente me habría resultado el hombre con tan solo haber hecho silencio en
lugar de haber vertido tal opinión.
Durmiendo con La Parca
Ella
tenía una pesadilla con San La Muerte. Sobresaltada e invadida por un miedo casi
paralizante despertó a su compañero de habitación tomándolo del brazo y
haciendo que gire hacia ella. Cuando él terminó de hacerlo obligado por el impulso
del tirón, el corazón de ella se detuvo, tenía la cara de su sueño…
Humos de justicieras
Existen personas que ilusamente se creen
justicieras. Que están en este mundo como remedio a las enfermedades que ellas
piensan tienen los demás. En todo caso serían como oscuras vengadoras a la
causa perdida que son ellas como personas. Intentan de alguna manera hacerse
notar, sobrevalorando sus escasas virtudes con el fin de que nadie se dé cuenta
que detrás de esa reluciente pantalla existe alguien débil, inseguro o casi
insignificante. Son como los perros, su habilidad está en sacar provecho de atacar
en primer término. Y para ello suelen utilizar una verborragia rica y
prepotente intentando que no haya lugar a réplicas. No deja de ser hasta cierto
punto inteligente el proceder pero, ¿hasta cuándo podrán mantener la máscara en
alto sin caer en su propio engaño? Le encuentran justificación a todo lo que hacen
aunque sepan que sus actitudes son erróneas, que no tienen una motivación
coherente y que muchas veces están cargadas de malicia. Tal vez se distinguen
de la mayoría por el hecho de que si estos se mandan macanas, concurren a pedir
perdón ante quien crean que corresponda, y a otra cosa mariposa: libres para
volver a portarse mal —lo cual tampoco es correcto, pero por lo menos esos
otros reconocen sus errores o sus malos accionares—. Estas personas no actúan así, jamás piden perdón, nunca se equivocan. Se
creen líderes. Se piensan autosuficientes. Son dueñas absolutas de la verdad, y
si en algún momento dudan de ello, no está a la altura de lo que ellas ansían
demostrar el pedir disculpas o reconocer una equivocación. Directamente
justifican sus actuares buscando siempre alguna oculta razón para hacerla
culpable de haberlos llevado a cometer tal o cual desfalco. ¡Qué fácil debe ser
hacer macanas convencido de que ellas nunca traerán aparejadas consecuencias!
A estas personas generalmente les molesta que les
hagan a ellas lo que ellas hacen a los demás porque como soberbias que son creen
ser las únicas autorizadas. No obstante, se sabe que tales actitudes jamás resbalan,
que más bien se impregnan poco a poco en el ser mismo, dejando resabios, y que
tarde o temprano las consecuencias retornarán en avalancha hacia ellas. Porque es
conocido que se cosecha lo que se siembra, y que tarde o temprano cada uno
encuentra su horma, esa que se ajusta exactamente a la medida de cada uno.
Matices para la monotonía
¿Por qué será que en general el hombre de nuestros
días termina cayendo inevitablemente en la rutina diaria, o sumergido en el pozo
de la monotonía? Cada vez trabaja más y cada vez disfruta menos de la vida. Con
la salvedad de unos pocos, como piensan muchos, de aquellos más poderosos en lo
económico, que gracias a su dinero o a su estatus pueden ponerle ciertos matices
a sus vidas. ¿Es realmente así? ¿De verdad se necesita dinero o poder para
hacer más llevaderas nuestras vidas? O ¿Es un espejismo que nos refleja la
comodidad en la que caemos, que nos lleva a desistir de la idea de buscarle
colores a nuestras aburridas y llanas vidas, por no tener el poder o el dinero
que creemos se necesita?
¿No será que la solución está en tomar la decisión
de cambiar los hábitos y para ello solo tenemos que salir a la calle con la
frente en alto y con la firme voluntad de hacerlo?
Tal vez solo haga falta un proyecto, por más simple
que este sea, que nos movilice, que ayude al diferente transcurrir de nuestros días,
haciendo que ninguno sea igual a otro.
Tal vez aún sea más simple la cuestión, puede que: el
salir a caminar, el andar en bicicleta, el ir al bar a tomar una copa, el salir
un rato con amigos o, tal vez, el solo hecho de disponer de un tiempo para
estar con uno mismo y la libertad de pensamientos, por qué no; se transformen
en acciones que ayuden a lograr ese cambio. Sanas pequeñas decisiones que puedan
hacer más gratos nuestros días, que hagan que nos desenchufemos de las cargas
diarias del trabajo o de ciertos problemas familiares. En resumen, la consigna
es olvidarse aunque sea por un rato de la monotonía habitual poniéndole ciertos
matices o condimentos a la desabrida vida diaria y para eso definitivamente no
se necesita poder ni dinero.
Temor a perderte
¿Se puede tener miedo
a perder a quien se sabe con certeza que no es de uno, que no le corresponde y
que tiene la libertad de desaparecer cuando el destino así lo decida? Tal vez
no, aunque esa es la mejor explicación que puedo dar a la sensación que me
invade cuando te encuentras lejos o cuando estás cerca pero las circunstancias
hacen que pasemos demasiado tiempo sin vernos, sin abrazarnos, sin percibirnos,
sin adivinarnos. En esos casos con solo dos palabras calmas mi ansiedad, disipas
mis temores, satisfaces mi ego y reinstalas mi confianza en ti y en mí. Con
solo decirme, aunque sea a través de señales de humo, un: “te extraño”, si sé
que partió de tu ser, con eso basta. Para mí son las palabras mágicas, es el
par mejor conformado, penetran como música en mis oídos, transitan hasta la
mente, se somatizan y dan salud a mi cuerpo y alientan mi espíritu. Es como la
reivindicación de un te amo nunca antes dicho, no porque haya existido temor de
pronunciarlo, sino porque nunca hizo falta que se dijera. Hay quienes exigen
escucharlo a diario y que se lo vuelvan a repetir como loros, aunque tal vez
ese te amo no salga de las entrañas como debe ser. No hay nada mejor que lo
espontáneo, que lo que aflora o sale a la luz sin reclamos. Entre vos y yo no
hay necesidad de decirlo ya que está implícito en nuestros actuares. Siempre
nos ocurre que antes de despedirnos ya nos estamos extrañando… Y si no se tiene
temor a perder algo así, ¿a qué se le debe temer?
La visita
Anoche me vino a
buscar, me miró socarronamente desde la profundidad de sus ojos negros sin
rostro. A pesar de mi debilidad le dije que no era el momento, que aún tenía
pendientes y que era mi intención saldarlos. Me observó incrédula desde su altanería,
pero como le sostuve la mirada convencido de lo mío, bajó la suya, momentáneamente
resignada, y se retiró.
jueves, 12 de febrero de 2015
Únicos y solitarios
Llegué procedente del
trabajo. No había nadie en casa. Seguramente habrían salido a hacer mandados.
Preparé el mate y me senté a tomar algunos mientras miraba por la ventana como
la tardecita lentamente se transformaba en noche. No pude evitar pensar —en
realidad nunca puedo evitarlo, el accionar de mi razonamiento siempre es más
fuerte que mi voluntad de no hacerlo—, en la soledad que nos embarga a cada uno
de nosotros por más que haya personas que comparten nuestro andar por la vida.
Cuánto de razón tenía
Orson Welles cuando afirmaba que “nacemos solos, vivimos solos y morimos
solos”. Habitualmente tenemos nuestras compañías, nuestros pasatiempos
compartidos, nuestros trabajos —a los que les dedicamos muchísimo más tiempo
que el que deberíamos—, pero seguimos estando solos con nuestros pensamientos,
con nuestros divagares, con nuestras sensaciones.
Cuántas veces hemos
escuchado decir: “Necesito estar solo para pensar”. No creo que esta frase
llegue a ser del todo cierta, porque en realidad para lo que necesitamos estar
solos es para tratar de ordenar el torbellino de pensamientos y sensaciones que
nos han invadido. Para clarificar, no para pensar. Siempre se está solo cuando
se piensa, aunque haya una multitud alrededor, porque nadie piensa por
nosotros.
No hay ni habrá persona
alguna que llegue a conocerme exactamente como yo me conozco. Nadie piensa tal
cual como yo pienso. Nadie siente de la manera que yo siento. Estas son
verdades aplicables a todas y cada una de las personas, y conforman una gran
parte de lo que nos hace únicos e irrepetibles.
Hay una mayoría que tiene
por costumbre ir tras los que hacen punta, y son estos últimos los que, mal o
bien, deciden y muchas veces anulan las voluntades de sus seguidores, formando
lo que conocemos como masa. Y existen otros, los menos, que intentan hacer su
camino particular y que se esfuerzan por actuar y ser diferentes, conservando
los valores y la decisión propia. Pero, tanto la mayoría, como los creadores de
masas, como la minoría, están conformados por sujetos distintos en esencia y
alma. Únicos y solitarios, por ende, como llegamos, como vivimos y como nos
iremos, aunque en el transitar disfrutemos de las compañías, nos regocijemos
con amoríos y hasta alcancemos estados de plenitud.
Contradicciones del amor
No sé cómo había llegado hasta allí ni por qué hacía lo que estaba
haciendo —tal vez por lo sorprendente que me resultaba la situación misma—, pero
me encontraba embobado observando a una pareja definitivamente muy despareja. Caminaban
acaramelados por los senderos de la plaza: Ella era tan frágil, tan blanca, tan
tierna, tan dulce, tan bella, tan sutil, tan… tan única; y él era tan grande,
tan rústico, tan torpe, tan ancho, tan fuerte, tan grave, tan feo, tan… tan opuesto
a ella.
Si hasta pareciera que la esbeltez del cuerpo de ella se podría romper al
mínimo contacto con cualquier parte de él, como se rompe el fastuoso cristal al
toque de la mísera piedra. Si hasta se podría temer que él pudiera lastimarla o
al menos irritar su delicada piel con el roce de sus manos, ásperas, sucias y
callosas, en su pretensión de acariciarla.
Y si uno contaría con cierto grado elevado de imaginación y arriesgaría ver
un poco más allá de lo que percibe, seguramente todo aquello que uno se pudiera
imaginar concordaría con que, haga lo que haga él, sólo resultaría en daño para
ella.
Tal vez él no mereciera estar con ella, o tal vez sí. ¿Quién podría determinar
con exactitud tal cosa, si no existen reglas ni medidas para hacerlo? Lo
concreto es que ella está allí con él y se nota que lo ama sin restricciones,
sin tapujos, sin temores, y que no le importa en absoluto lo que digan los
demás, porque ya se sabe que el amor, cuando se está inmerso en él, te hace sordo,
te enceguece y hace que se te esfume la nitidez de la racionalidad.
Y puestos a imaginar, entonces imaginé que, tal vez y solo tal vez,
sumergidos en la oscuridad de las noches, él no sería tan terrible al contacto
de ella y ella no sería tan delicada ante las caricias de él; y que quizás allí
desnudaran lo mejor de ellos, aquello que sale desde muy adentro de nuestro ser
y nos hace a cada uno de nosotros tan particulares y únicos.
Sin ir más lejos esta pareja despareja es como una clara representación
de lo caprichoso del amor mismo, pues a éste, gran evasor si los hay, nunca lo
encontramos cuando ni donde lo buscamos y, por ende, debemos esperar a que él se
le ocurra venir hasta nosotros si se le place hacerlo; si es que antes no le
pasó que se quedó dormido por tiempo indeterminado en el escondite
oportunamente elegido para burlarse de nosotros.
Síndrome de gata Flora
Hoy es uno de esos días en que necesito estar solo aunque no quiero que
te ausentes. No tengo ganas de escucharte pero sí de sentir que estás cerca.
Ansío un abrazo tuyo y no quiero que me toques. Necesito sentir que me quieres
pues no deseo escuchar que lo murmures. Quisiera que tus labios vengan al
encuentro de los míos, solo que no voy a pedírtelo. Me sorprendes al asentir ya
que esperaba que te resistas, también lo haces al negarte pues ansiaba que me
llevaras el apunte. Te vas cuando ansío que te quedes. Ahí estás cuando deseo
que te vayas. No sé si estoy triste y tengo resabios de alegría o si estoy
alegre y tengo vestigios de tristeza. Nada parece mostrarse absoluto en mí. No
sé si todo me viene mal o nada me viene bien.
Tal vez les haya pasado a ustedes el haber tenido días así, en los que
sin una causa concreta no hay cosa que les resulte, los satisfaga o les caiga
bien. Si nos tratan bien nos preguntamos por qué lo hacen. Si nos tratan mal
tampoco lo entendemos. Si nos halagan pensamos que algún interés tras ello habrá.
Si nos critican es sin razón. Siempre dudamos de lo absoluto. Nunca creemos que
lo que hacemos es absolutamente bueno o totalmente malo. Siempre estamos
intentando encontrar el resquicio por dónde meter la duda o la sospecha. Somos
todos abogados.
Y así, podemos encontrar miles de inconsistencias o incongruencias en
nuestros actuares que dejan en evidencia que hemos sido contagiados por el
síndrome de la gata Flora.
¿Qué debemos hacer al respecto? Tal vez con solo reflexionar y pensar
con cierto grado de coherencia antes de actuar podríamos llegar a erradicar tal
enfermedad. Solo tal vez.
miércoles, 11 de febrero de 2015
Ilusión cíclica
No hay carteles que me indiquen como llegar a ti, aunque no hay mejor
incentivo que la propia incertidumbre de no saber adonde voy con la firme
creencia de que me dirijo a tu encuentro. He llegado al final del camino que
tomé por azar y no estás. Vuelvo al lugar de origen y elijo otra opción dentro
de la infinidad existentes con la convicción de que esta vez no fallaré. Y así,
una y otra vez, por horas, por días, por meses, por años, siempre con el mismo resultado
imperturbable. Un atisbo alguna vez o simplemente el creer haberte visto a mi
alcance o un simple espejismo producto de la incesante búsqueda. Solo eso. Sé
que nunca te encontré pero también sé que jamás dejaré de buscarte. Y cuando te
encuentre, porque ya no tengo dudas que lo haré, me llenaré de ti, seré tuyo en
cuerpo y alma y ya no tendré otra razón que vivir solo por y para ti.
Piquetero de la felicidad
Soy artífice y
mentor de mis dolorosas caídas. Boicoteador de la arquitectura de mis sueños
mágicos. Aguafiestas de mis gratos aconteceres. Tengo esa rara habilidad de
echarlo todo a perder justo en el preciso instante en que todo empieza a valer
la pena. Y si ocurriera que la esperanza pecara de duradera machacaría una y
otra vez —sin quererlo y sin pensarlo—, como lo hace el agua que cae sobre la
piedra hasta acabar desintegrándola en mil pedazos insignificantes. Es como que
le tuviera siempre preparado un piquete a la felicidad. Tal vez eso me suceda por
ser demasiado racional, por no dejarme llevar por la inercia, por atentar
contra la espontaneidad; o quizás sólo sea una actitud premeditada por mi subconsciente
debido a que no cuenta con la certeza sobre ser justo merecedor a tales
momentos de plenitud. En la batalla que se libra habitualmente en mí suelen
triunfar el sentido común y la humildad sobre el ego; y muchas veces termino
lamentando esa derrota.
Indecisiones
Afuera está gris, encapotado, inestable desde hace varios días. Las
nubes oscuras viajan pesadas y parsimoniosas como sombríos elefantes amaestrados;
seguramente continuará lloviendo con la calma y la constancia con que lo ha
hecho hasta ahora. Me caen bien los días grises y lluviosos, tal vez por ese
algo de inspiradores con que cuentan, aunque ya deseo que el sol muestre la
cara. Estoy sumergido en el silencio y la monotonía adormecedores del horario
de la siesta en la oficina. El face no me trae una mísera novedad, el correo
tampoco, no hay nadie interesante conectado con quien se pueda charlar
despreocupadamente un rato y así despejar la modorra. Tengo abundante trabajo
pero escasas ganas de hacerlo. Situación y ánimos recurrentes en los últimos
tiempos. Pienso en una y mil cosas difusas a la vez y con nitidez en ninguna. No
termino de redondear ideas, por ende no me genero expectativas ni rechazos,
solo sumo dudas y conjeturas. Espero novedades que no se producen y aguardo
conclusiones indeterminadas. Ansío un futuro mejor a la vez que desestimo
buenos presentes basados en aceptables pasados. Me gustaría romper con el
sistema y embriagarme con libertades y despropósitos, decidir por y para mí de
una vez por todas sin tener que pensar en limitaciones ni atenuantes, pero
permanezco ahogándome en la rutina diaria tal vez por el solo temor a que el
cambio me seduzca demasiado.
El lenguaje del encuentro
A pesar de que odio tal desatino, llegué
tarde. La conspiración entre el retraso en el salir del trabajo, el tránsito
lento y un par de pelotudos importantes haciendo grandes honores a tales
rótulos; lograron —como siempre pasa cuando uno está apurado, no sé qué me
sorprende—, que cuando necesitaba fluidez en el viaje esta desapareciera
dejándome presto para incumplir con la formalidad de llegar a horario al
compromiso. Habíamos quedado por teléfono con una señora de agradable voz
aunque no por ello muy definida edad, de encontrarnos para charlar sobre unos
manuscritos que yo le había hecho llegar con anterioridad. Como tal
circunstancia podía representar para mí una relativa importante posibilidad, esto
se me reflejaba en cierto nerviosismo aumentado en gran medida por la tardanza.
Llegué al lugar, retoqué mi aspecto observándome en el vidrio de la ventana
situada a un lado de la entrada, respiré hondo, tomé el coraje necesario y
empujé la puerta de ingreso. No había que derrochar demasiados recursos de
inteligencia para localizarla, era la única mujer que ocupaba una mesa del, a
esa hora casi desierto, café. Allí estaba, ensimismada en largos bostezos.
Entre uno y otro hojeaba parsimoniosamente, como carente de convicción unos
papeles que tenía sobre la mesa y que identifiqué como mis originales —vaya
sagacidad la mía, si había ido a entrevistarse conmigo, ¿papeles de quién podía
haber llevado?—. La observé desde mi indecisa posición, detenido junto a la
puerta de ingreso. Si tenía algunas dudas al concurrir a la cita, tras
interpretar su lenguaje corporal se habían colmado todos mis receptáculos
preparados para tal menester. No obstante hice de tripas corazón y fui a su
encuentro diciéndome: “que sea lo que deba ser”.
Pues resultó ser una muy agradable charla,
durante un par de horas paseamos por una infinidad de temas afines, que
volvimos a recordar en posteriores encuentros. De los borradores ni nos
acordamos.
Atracción fatal
Ten cuidado hasta
dónde te acercas. No te involucres más de lo necesario. No cruces la delgada
línea. Sí, esa línea que tú apenas distingues pero que yo veo con absoluta
claridad; esa que separa la dependencia de la libertad. Después no me vengas
con que no te lo advertí. Hay algo de malvado, de indescifrable en mí; y por
ende mucho de atractivo. Poseo lo atrapante de lo misterioso y el magnetismo de
lo adictivo Y si sobrepasas esa borroneada frontera, aunque esto suceda sin que
te dieras cuenta, pues atente a las consecuencias porque te succionaré, te
absorberé, anularé tu voluntad y de ahí en más ya no serás nada si no es
conmigo.
Consecuencia imprevista
martes, 10 de febrero de 2015
Ese sol enamorado…
Yo pertenezco al día, vivo de
día tanto como él vive de mí, aunque quisiera vivir contigo tus noches y eso
implique sumergirnos en la oscuridad. Por ti y contigo todo valdría la pena.
Tú, transitas la noche,
observas la noche, brillas en la noche, aunque todas las noches desees que el
brillo sea diario.
Yo sé, que si tú dejaras de
estar en mi vida, mi tristeza haría mis rayos menguar y un buen día no me
verían asomar.
Tú sabes, que me necesitas, que
sin mí no existe tu brillo y opaca no tienes razón de ser.
Yo pongo a tu disposición todo
mi fuego interior, para que puedas iluminar tus noches.
Tú recibes: a veces rozagante,
todo mi fuego; a veces reticente, migajas; y a veces, solo te enojas, sin razón
aparente y te escondes y no te imaginas lo mal que me haces sentir, aunque sé
que tu enojo no durará mucho tiempo y por ende volverás a que te dé mi calor y
eso me hace inmensamente feliz.
Yo, anhelo fervientemente tener
un día libre para invitarte a salir una noche. No sé lo que haríamos, pero con
el solo hecho de que sea contigo es suficiente, todo lo demás es yapa. Si
alcanza con recordar aquellos contados momentos en que te pones ante mí, en
pleno día, eclipsando todos mis sentidos e incluso mi brillo.
Tú, que tantas historias de
enamorados conoces, que tan confidente de ellos eres, si basta con observar a quien
te mira para saber que hay un amor en su vida, dime: ¿qué debo hacer para
atraerte? ¿Cómo hago para que te enamores de este humilde servidor?
Castillo de naipes
Con seguridad les ha
ocurrido a muchos de ustedes que han arribado a un momento de sus vidas en el
que dijeron: “Hasta acá he redondeado una buena actuación, me gusta la
situación en que me encuentro. Estoy satisfecho con lo que la vida me ha dado y
ansío que todo siga como hasta ahora”.
Y, en ese preciso momento, o un tanto después ocurrió algo que les hizo
saber fehacientemente que estaban viviendo en un castillo de naipes y que se
levantó viento y les derrumbó todo —y no me refiero solamente a bienes
materiales, hago también referencia a las relaciones y a todo aquello que hace
al bienestar del ser humano con su entorno—.
¿Será que los cimientos de
nuestras construcciones mundanas son tan endebles?, ¿será que cada vez estamos
más susceptibles a las influencias externas que cualquier hecho fortuito u
opinión ajena nos afecta?, o ¿ambas cosas?
Los imprevistos no son
previsibles. Aunque esto suene a obvio, creo que ahí está el gran problema.
Como seres pensantes que somos y dueños de un ego que la mayoría de las veces
nos maneja a su antojo, creemos que tenemos todo previsto y por ende
controlado, cuando ni siquiera nos controlamos a nosotros mismos. Y si no
tenemos control sobre nosotros mucho menos lo vamos a tener sobre nuestro
entorno y menos aún sobre las influencias provenientes del exterior.
A cuantos de ustedes les
habrá ocurrido que pasaron, o dejaron transcurrir, la mitad de sus vidas en pos
de cumplir el sueño, costumbrista y antiguo aunque nunca pasado de moda, de
tener la casa propia, el auto y un trabajo aceptable que reditúe para mantener
esos bienes; y cuando obtuvieron todo eso, se dieron cuenta de algunas de estas
cosas entre tantas: que físicamente ya no estaban en condiciones de disfrutar
la vida, o que ya no encontraban cómo vivirla pues no sabían otra cosa que
hacer que agachar el lomo, o que ya no tenían una familia para disfrutar esos
logros porque esta se aburrió de esperarlos y se disgregó o se les fue en el
peor de los casos.
Cuando se deja de lado a
las personas que bien te quieren por tratar de cumplir nuestro sueño o alcanzar
nuestro ideal, generalmente las perdemos y más aún en estos tiempos de
sentimientos playos o fácilmente reemplazables.
Les dejo el interrogante:
¿realmente valdrá la pena hipotecar la mejor época de nuestra vidas en pos de
lograr un objetivo que no tenemos la mínima certeza de que algún día llegaremos
a disfrutar? La duda la siembra alguien que desde chico tuvo la firme
convicción de que había que lograr ese ideal y que lo logró, aunque todavía
tiene varios pendientes en su vida relacionados con imprevistos.
Ángeles y demonios
Ángeles y demonios habitan nuestro ser. En mayor o en menor número unos
u otros según la trascendencia o importancia que le dé cada uno de nosotros. Pero,
lo que no podemos negar es que siempre están allí, en potencia de ser invocados
por las razones que han sido inventados y para las causas que se les han
asignado casi desde la creación misma. Hay personas que por Motus propio logran
sacar a relucir unos acallando a los otros, pero también existen aquellas que
llegan —voluntariamente o no—, a realizar la acción contraria que es a la vez
la más temeraria y la más temida: el sacar a la luz las maldades ocultas en
desmedro de los buenos procederes.
Es casi una costumbre que raya lo natural el que estemos buscando y
muchas veces encontremos a aquellas personas que logran sacar lo mejor de
nosotros y que por ende hacen que dejemos ocultos nuestros bajos instintos, que
dejemos de lado, aletargados aunque nunca inertes, a nuestros demonios
interiores.
Es una lucha casi continua la que se libra entre ángeles y demonios aunque
la mayoría de las veces ni nos enteremos por el hecho de que pueden llegar a suceder
en un plano subconsciente. Seguramente les ha ocurrido a muchos de ustedes que
han tenido alguna vez un proceder o una actitud a la que nunca terminaron de encontrarle
explicación coherente sobre por qué lo hicieron o cuál fue la causa que
motivara tal acción. Tal vez en esa pequeña batalla librada ese día los que
ganaron fueron los otros y no los unos.
Están además aquellas personas a las que las seduce matizar la vida con
cierto grado de maldad como medio de diversión y una manera de hacerla un tanto
menos monótona, pero ese es otro tema y hace un poco a las excepciones que tienen
las verdades universales.
A Fuerza de golpes
Ella se fue de su casa cuando tenía solo diecisiete años con la única
carga de su rebeldía adolescente a cuestas, convencida de que hacía lo
correcto. Se enfrentó a la vida y la vida la recibió con una bofetada de revés
y otra de derecha que la hicieron tambalear. Cuando a duras penas pudo hacer pie,
recibió un cross en la frente que la sentó de culo. Pudo reponerse, colocarse
de rodillas, erguirse lentamente y recuperar la vertical, pues cuando fue a dar
el primer paso le llegó un directo al mentón que la dejó knock out. Intentó
levantarse con la vista nublada, una y otra vez, y siempre llegaba un golpe que
la hacía tambalear y allí no había nadie que la pudiera ayudar. Si al menos estuvieran
sus padres, ellos le podrían dar una mano, pero no quería recurrir a ellos, solo
por orgullo, por el simple hecho de haber huido de ellos, creyéndose
autosuficiente. No había absolutamente nadie que pudiera socorrerla, estaba
sola en la pelea que ella había elegido porque creía estar preparada para ello.
¿Tenía que reconocer que se había equivocado? ¿Tenía razón su padre cuando se
lo decía? Tal vez sí. Como pudo y a los tumbos trató de salir adelante,
esquivando los golpes. Un directo pasó rozando su oreja gracias al movimiento de
hacer a un lado la cabeza y posteriormente su mano izquierda bloqueó un gancho
que venía hacia su barbilla. A fuerza de recibir golpes se fue haciendo ducha
en la tarea de enfrentarlos y no solo eso, con el tiempo fue al encuentro de
ellos, ya sabía como tratarlos, como vencerlos, y se sintió fuerte y esa
fortaleza elevó su espíritu y le hizo gritar a los cuatro vientos: ¡SÍ, PUEDO!
A todo esto, ella ya tenía veinticinco años y una gran ventaja a su
favor: había aprendido a enfrentar los problemas de la vida y así, con esa
convicción, volvió un día a la casa de sus padres. Ellos la miraron absortos,
no podían creer que esa mujer que estaba frente a ellos fuera la hija que dejaron
ir sin oponerse demasiado, hacía un largo tiempo, casi abandonada a su suerte y
solo armada con su propia rebeldía. Aquella nena testaruda era solo un recuerdo
y su lugar lo había tomado una mujer con
todas las letras, que les estaba agradeciendo el hecho de que la hayan dejado
ir y poder así despacharse que no era fácil enfrentar la vida pero tampoco
imposible.
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