Mañana húmeda bajo el predominio de neblinas. Gente que viaja en
colectivo: a trabajar, a dar clases, a estudiar, por atenciones de salud, y tal
vez alguien hasta lo haga por placer.
El sol envía tibias amenazas en su pretensión de hacerse notar,
mientras la boca blanca y pastosa de la niebla se regodea al devorar lo tenue
de sus rayos.
Un hombre observa, sin remilgos ni cuidados, desde su posición del
asiento de enfrente, a una chica. Los dedos delicados y hábiles de ella vuelan
por la pantalla del celular hasta encontrar el tema que pretende escuchar a
través de los auriculares.
El sol pasa de las amenazas a las agresiones, clava sus estocadas en
el cuerpo fofo de la niebla y acaba por disiparla; la difusa intimidad que se
había dado en algún momento entre ellos se diluye.
La chica se acaricia el largo pelo que cae lacio sobre su blusa
floreada, mira por la ventanilla. El hombre no detiene su mirar: Esos labios
carnosos, entreabiertos, incitadores… Esa naricita que haría de tobogán a las
gotas de agua de la ducha… Ese escote que pareciera ser la mismísima entrada a la
gloria… De pronto ella desvía la vista y una mirada furiosa se clava, letal
como una puñalada, en el intrépido curioso ahuyentando toda posible ensoñación.
El hombre se desinfla en su asiento, así como la niebla se había esfumado
minutos atrás, rendido ante la evidencia de lo imposible.
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