Hoy me he emborrachado con vino del
bueno, queridos lectores, con la intención de que obre en mí el milagro que de otra
manera no he logrado que se produzca.
Me he empachado, además, de poesía,
estimados míos, con el deseo de que eso me transporte a ese estado necesario de volatilidad que impulsa a dar el paso primordial hacia la deseada manzana de la tentación.
De virtud rebosante estoy aunque, ¿quién
de ustedes podría garantizarme que hay suficiente en mí como para que al final se
me reditúe con aquello por lo que incansablemente he bregado? Cosa que no es
otra que lograr que tan espléndida señora me brinde su atención. Tan sólo eso
necesito, pues una vez que ella me preste su interés les aseguro, mis queridos, que haré lo imposible para que ya no desee librarse jamás de
este fiel servidor, y si eso no ocurriera pues entonces pondré mi alma en manos del diablo.
No sabría precisar si es a causa del
vino, de la poesía o no sé qué, pero un espejo refleja mi imagen con una sonrisa
diabólica. En mi falda descansa, abrazada a mí, una despampanante señorita vestida totalmente
de rojo con un par de cuernos en la frente y una larga cola que parte del
principio de sus nalgas para terminar por enroscarse en mi cuello.
(“Embriagaos siempre, de vino, de poesía o de virtud,
pero embriagaos siempre” Baudelaire)
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