lunes, 1 de febrero de 2016

Contrastes

El chico detiene su lento arrastrar al encontrar un resto de comida. Al sentarse para llevarlo a su boca se escucha el atenuado disparador de la cámara digital de última generación. El fotógrafo había esperado con paciencia de francotirador durante horas a que se presentara el momento oportuno para gatillar. Observa la imagen captada: montones y montones de basura, de desperdicios de todo origen tirados sin orden alguno dominan la escena; la humareda o neblina rastrera, o ambas tal vez, dan el fondo adecuado; más allá unos caranchos, en su afán de hacer más tétrico el cuadro, sobrevuelan en círculos por lo indeciso de un cielo teñido de grises; y en el centro, coronando la fotografía, el chico, con su indescifrable edad, con sus huesos marcados que amenazan con resquebrajar la debilidad de la piel, con su vientre prominente que cuelga, con esos ojos apagados que la esperanza nunca pintó, con una mano de dedos lacios que se extiende llevando el pedazo de alimento a la boca de labios trémulos mientras una docena de moscas aún se afanan en querer disputarle la comida y revolotean molestas sin que él haga ademán alguno para espantarlas.
El fotógrafo, tras un gesto de satisfacción, piensa: si el nauseabundo olor reinante se pudiera captar sería la imagen perfecta. Aún así, complacido, y ya pensando qué hacer con el par de miles de dólares que alguna revista seguro pagará por ella, antes de retirarse le da un billete de cinco al chico, quien, no obstante, se queda extendiendo la mano. El nene mira el billete sólo un instante y luego lo tira para proceder a arrastrarse de nuevo, como puede, en su necesidad de seguir buscando qué comer.

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