El
chico detiene su lento arrastrar al encontrar un resto de comida. Al sentarse
para llevarlo a su boca se escucha el atenuado disparador de la cámara digital
de última generación. El fotógrafo había esperado con paciencia de francotirador
durante horas a que se presentara el momento oportuno para gatillar. Observa la
imagen captada: montones y montones de basura, de desperdicios de todo origen
tirados sin orden alguno dominan la escena; la humareda o neblina rastrera, o ambas
tal vez, dan el fondo adecuado; más allá unos caranchos, en su afán de hacer
más tétrico el cuadro, sobrevuelan en círculos por lo indeciso de un cielo
teñido de grises; y en el centro, coronando la fotografía, el chico, con su
indescifrable edad, con sus huesos marcados que amenazan con resquebrajar la debilidad
de la piel, con su vientre prominente que cuelga, con esos ojos apagados que la
esperanza nunca pintó, con una mano de dedos lacios que se extiende llevando el
pedazo de alimento a la boca de labios trémulos mientras una docena de moscas
aún se afanan en querer disputarle la comida y revolotean molestas sin que él haga
ademán alguno para espantarlas.
El
fotógrafo, tras un gesto de satisfacción, piensa: si el nauseabundo olor reinante
se pudiera captar sería la imagen perfecta. Aún así, complacido, y ya pensando
qué hacer con el par de miles de dólares que alguna revista seguro pagará por
ella, antes de retirarse le da un billete de cinco al chico, quien, no obstante,
se queda extendiendo la mano. El nene mira el billete sólo un instante y luego
lo tira para proceder a arrastrarse de nuevo, como puede, en su necesidad de
seguir buscando qué comer.
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