Me he distraído en la práctica de un juego que de repente se me ha ocurrido. Durante un plazo que no viene al caso citar me he dedicado a observar a la gente, y por un momento he supuesto, ya que de eso se trataba, que cada persona representaba al animal al cual más se asemejaba por su actitud o forma de desenvolverse ante los demás. Los resultados de tal observación en cierta manera me han asombrado. He visto, por ejemplo: a ratas de alcantarilla devenidas a aristócratas; a hienas carroñeras vestidas de etiqueta y aficionadas al caviar; a descarados buitres que atacaban a presas vivas sin ningún reparo ni contemplación; a tigres, leopardos y panteras rendidos ante las imposiciones de un encumbrado perezoso sin levantar siquiera una garra en señal de protesta; a un mono tití que en complicidad con un coatí divertía a ballenas, delfines y pingüinos mientras sus pares les robaban sus carteras; a cocodrilos que ya no derramaban lágrimas para disimular su estirpe de asesinos, y simplemente iban al frente devorando todo a su paso; a zánganos y sanguijuelas procurándose alimentos y placeres sin el más mínimo esfuerzo; a serpientes que se arrastraban diseminando su ponzoña por doquier con el solo propósito de sembrar maldad; a una minoría de imponentes leones que, con sus títulos de nobleza, sus billeteras gordas y sus poderes indemnes a cualquier ataque, miraban a todos desde arriba sin contribuir con nada. Y, finalmente, a modo de complemento al patético cuadro de una sociedad decrépita, he admirado a una infinidad de laboriosos e infatigables insectos —que curiosamente cada vez son menos—, agachando el lomo cada día un poco más, con el fin de lograr el sustento diario que les permita sobrevivir y a su vez solventar gran parte de la buena vida de todos los antes nombrados.
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