Todos llevamos dentro algo de perverso.
La perfección, se ha pregonado desde siempre, no admite rasgos de perversidad.
Ahora, así como a la perfección se
le asigna potestad divina, a la perversidad se la define como defecto inherente
al humano. La actitud perversa propia del hombre es una de las partes
importantes —sino la más— de esa degradación de lo perfecto. Según las sagradas
escrituras: …el hombre fue creado a
imagen y semejanza… O sea, parecido, asemejado; nunca igual. Entonces, por más que a veces nos
creamos inmaculados, intachables, honorables y definitivamente honestos o
rectos, y andemos por la vida en puntas de pie y arrugando la nariz tratando
de que las miserias no nos contagien, de que ciertas actitudes consideradas inmorales
no jueguen a la mancha con nosotros, el pensamiento perverso siempre estará porque
es parte nuestra. La única razón que explica el que como hombres habitemos este
mundo imperfecto es que nacimos como, y somos parte, de una degeneración de lo
divino, de una degradación de lo ideal.
¿No hay acaso en la búsqueda de la
verdad una mentira que se busca desterrar? Sin mentira no hay verdad. ¿No es
esto al fin y al cabo una perversidad?
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