Camino con destino al trabajo abstraído
en mis pensamientos. El mirar errático de mi mente distante se encuentra con
una inocente niña parada junto a un portón enrejado que me observa y me saluda
con su blanca manito levantada y una compradora sonrisa dibujada en el rostro.
Casi al mismo tiempo pasa un conocido, toca bocina y me saluda cargándome con
que me apure porque voy a llegar tarde. Unos metros más adelante un perro
vagabundo detiene su marcha y me mira con ojos tristes y cara lastimosa a la
vez que mete la cola entre sus patas quizás temiendo algún nuevo reproche
humano. Cosas simples, cosas mundanas, cosas que ocurren todos los días que se pueden
apreciar al tan sólo dar una ojeada a nuestro alrededor. Cada vez más a menudo me
pregunto: ¿Por qué le damos tantas vueltas a algo tan simple como es vivir? ¿Por
qué ponemos ese empeño casi obsesivo en jodernos la existencia con
complicaciones y problemas que nosotros mismos creamos?
Sabemos que hemos construido un
intrincado laberinto con salidas muy difíciles de encontrar pero, no obstante,
seguimos metiéndonos de cabeza en él y transitamos a los tumbos con la ilusa
creencia de que un día una puerta se abrirá ante nuestros ojos para mostrarnos
el camino a la plenitud. Caso perdido: la felicidad no sabe de laberintos ni de
complicaciones; está en las cosas simples, no es un secreto.
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