Los
desgarradores testimonios del dolor se podrán emitir, se podrán ventilar, se podrán compartir; pero jamás lograrán que nos
liberemos de él. Sus aristas transitan por dentro como filosas dagas que punzan
en silencio en lo más sensible como una maldita úlcera que nos lastima día a
día, que nos hiere minuto a minuto. Puede que algún noble alimento atenúe la
corrosión, que un alma caritativa junte los pedazos y los remiende, pero el
dolor al final se hace nuestro, se hace esencia, y por más que lo tratemos de negar, nos acompañará por siempre como una molesta cicatriz que nos recuerda
cada vez que la vemos aquello que nos la produjo, haciéndonos saber que ahí
terminó el antes y ahí arrancó el después.
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