Cuando
estabas convencida de que lo tenías todo bajo control. Cuando dabas por sentado
que habías llegado inmune y completa a la cúspide de la parábola vital y te habías
sentado en ella a disfrutar del logro muy segura de ti misma. Cuando instalada
allí dejabas que transcurriera el tiempo mientras te sumergías en ese estado de
sopor que te hacía pensar que eras feliz con lo poco o mucho que tenías, considerándolo
suficiente. Cuando creías que no existía persona alguna sobre la tierra que te
pudiera mover el tablero y hacer que se te derrumbaran las piezas que tan bien habías
acomodado.
Pues
justo ahí, en ese instante de relajación, apareció. Supo ser muy oportuno. Con
una mirada te inmovilizó. Con una palabra encendió todas tus señales de alerta.
No pudiste siquiera levantar una mano
para impedir que pronunciara la frase que apagó las luces de precaución y dio
paso al verde dejándote librada a sus caprichos. Tampoco pudiste decir nada
porque ya te habías derretido cuando de su seductora voz se desprendió ese
imperativo que jamás creíste pudiera hacer tanta mella en tus fibras más
íntimas. Entonces, y a pesar de la momentánea inmovilidad corporal, apreciaste que
él era como ese rayo que te cae encima, sin permiso, sin aviso; poderoso, avasallador
y aleatorio. Y que ese instante todo lo cambió y ya nada volverá a ser como era
porque… porque te das cuenta de que eres una víctima de la fuerza del amor.
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