Ella, dentro del
marco de confianza que le generaba mi amistad, me había asegurado que nunca más
volvería a caer en las redes del querer. Es que habían sido tantas las veces en
que se había brindado por completo y tantas otras las que la habían
decepcionado que su decisión hasta lógica me resultó, y por tanto la había
tomado como una verdad a rajatabla.
Solíamos encontrarnos
cada tanto, a veces por intención, a veces por azar, con esa finalidad que solo
tienen los buenos amigos, la de querer saber si el otro está bien. Aunque esta
vez, fue ella quién me citó.
La noté un tanto
rara, ansiosa, como si algo la mantuviera en un estado de tensión que no era
normal, ya que la fluidez siempre había circulado a sus anchas entre nosotros.
Después de varios titubeos, en los que seguramente sopesó las consecuencias
acerca de lo que iba a decir, al fin se decidió y tomándome de las manos y
mirándome a los ojos, me dijo:
—He decidido volver a creer en el amor.
Debo confesar que me sorprendió. Sobre todo la manera
de decirlo. No obstante, mi reacción fue de verdadera alegría.
—¡Qué bueno, amiga! ¡Me alegra mucho! Y…¿Puedo saber
quién es el afortunado?
—¡Vos, boludo!
Y ese fue el más maravilloso
insulto que he recibido en toda mi vida.
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