El sufría atragantándose con gritos desaforados
que se confundían con el insoportable cuchicheo de las voces del silencio. No
obstante, y debido tal vez a las confusas leyes que favorecen el discurrir por las
intrincadas vías de la trascendencia, ese callar liberaba inequívocas señales
de pedidos de auxilio. Ella percibía, casi sin proponérselo y por el único
hecho de ser buena receptora, esas súplicas que contaminaban su pensar exento
de altisonancias, aunque nunca supo quién las emitía, ni siquiera si eran por o
para ella. Hasta que un día los murmullos se acallaron y por más que ella fue
toda apertura ya no percibió ruego alguno. Ese día un visionario destino echó
sus cartas. Ese día, sin saber ella que él era el emisor de las súplicas ni él
que ella sería de ahí en más su salvaguardo, se conocieron.
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