El hombre sentado junto a la entreabierta
ventana observa con ojos entornados ya opacos, dotado con una calma inadecuada,
pues tiene algo de exasperante y mucho de incomprensible dada su precaria
situación, como la gente pasa y pasa por la vereda frente a él sin siquiera
notar su presencia. Un cigarrillo y un perro acompañan su dolor. Sí, el mismo cigarrillo
que supo ahuyentar a las escasas personas que formaban su entorno es el único brillo
que lo acompaña en la oscuridad absoluta propia de la gran desazón. Y el perro,
con su mirada ladeada y su rascar incesante, ha sido quien ofició de atenuador
de malos humores en la pesadez de los últimos días, y fue el único, además, que
supo escuchar durante ese lapso los pormenores de los pesares del hombre
murmurados, sin querer o no, en voz alta. Mientras tanto, a pasitos de esa
ingrata imagen, los transeúntes continúan yendo y viniendo. Todos distintos o
todos iguales. Para el caso da lo mismo, de cualquier manera ninguno de ellos
se ofrecerá por propia voluntad a escuchar lo que tenga que decir para descargar sus
penas ni le dará ese abrazo consolador, cosas que son tan necesarias para
dejarse ir en paz.
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