martes, 25 de octubre de 2016

Volver a sentirse viva

Caminaba bajo la intensa lluvia con paso que sin llegar a ser cansino tampoco era apresurado como si el mojarse o el resquebrajar de los rayos no la afectaran, como si en realidad nada de lo que ocurriera durante esa inclemente tarde de primavera le importara más que sus pensamientos. Su cara suave, redonda y pecosa, matizada por un par de mechones que caían rebeldes cubriendo sus sienes, desnudaba una edad cercana a la cuarentena y no mostraba a simple vista atisbos de algún sufrimiento. La frente despejada, la mirada limpia, la ausencia de arrugas en el ceño, y la sonrisa estampada en los labios denotaban ese estado, aunque tal vez la confrontación de pasiones iría por dentro, ¿quién más que ella podría saberlo? Sus pasos por más que no tuvieran prisa, sí eran resueltos como si la llevaran de la mano de la seguridad hacia donde quería ir, ¿o la traerían de regreso después de haber cumplido con algún menester prefijado? Llegó hasta una intrascendente casita, de esas construidas en serie como la mayoría de esa zona del pueblo, a la que lo único que parecía diferenciarla de las demás era una larga y alta ligustrina que cubría gran parte del frente como queriendo resguardar cierto misterio. Entró luego de dejar los zapatos, empapados y chorreando barro, a un lado de la puerta. Caminaba en puntas de pie, intentando no humedecer demasiado el piso tal vez, cosa imposible ya que iba dejando un reguero de agua tras de sí. Se dirigió al baño. Se sacó la ropa, abrió la canilla de agua fría y sin más se introdujo debajo de la ducha. Recién en ese preciso instante se pudo apreciar en ella algún atisbo de la variación de sensaciones. Como que recién en ese momento ocurrió algo que la sacó por unos segundos del estado de satisfacción en el que había permanecido sumergida. Es que el choque del agua fría con el cuerpo aún caliente a pesar de haberse empapado con la lluvia, dio como resultado la aparición de la clásica piel de gallina y la dureza en la erección de los pezones, haciendo que se encogiera involuntariamente producto de un espontáneo estremecimiento. Tan solo eso, una vez superado el momento dejó que corriera el agua desde su cabello caoba hacia su aún atrayente cuerpo, de líneas suaves solo perturbadas por atisbos en el vientre denotados por algún leve pliegue y estrías debido a la existencia de tal vez un par de embarazos. Terminó de bañarse, tomó una toalla y se secó el pelo. Luego envolvió su cuerpo con ella. Salió del pequeño reducto de la ducha y se dirigió al lavabo o más precisamente hacia el espejo que estaba ubicado encima de él. Le pasó el revés de la mano para quitar lo empañado y se observó por un largo momento. Le gustó lo que vio. Ese brillo que había aparecido en su mirada, que hacía tanto tiempo no veía, dejaba a las claras que no se había equivocado. Sonrió con la sonrisa maliciosa de quién recuerda alguna falta placentera o una picardía. Salió del baño y se tiró de espalda encima de la cama matrimonial no poniendo el más mínimo reparo en que la imprudente toalla era poco lo que cubría. No tenía recuerdos de la última vez que había sentido en carne propia las agradables sensaciones que hoy había vuelto a sentir. E incluso había experimentado otras nuevas, gratísimas, que no sabía siquiera que podían existir y que aún al recordarlas, allí tirada encima de la cama, hacían que juntara las piernas y se estremeciera de placer. Sensaciones que, indefectiblemente, la volvieron a hacer sentir viva, que le hicieron saber que no era ese objeto inanimado sumergido en la intrascendencia diaria y la insensibilidad propia del mundo del consumismo que creía ser. Volvió a sentirse mujer. Mujer deseada y apreciada. Y así se durmió: desnuda, sonriente, con el grato sabor de haberse dado un gusto que se debía; agradecida a sí misma por haber seguido al pie de la letra el mandato de su percepción, y con la inconfundible certeza de haber hecho lo que debió hacer hace mucho tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario