Las fiestas de disfraces tienen ese algo de misterioso, esa cuota de
indescifrable, esa carencia de predisposición para llevar adelante ideas
prefijadas; tal vez por ese no saber con certeza acerca de con qué o a quién te
vas a encontrar y cómo actuarás bajo los efectos de la liberación que ofrece el
estar oculto detrás de una máscara o un antifaz. Es como que al estar sumergido
en el anonimato uno se animara a ser lo que muy en el fondo desea ser, por más
contradictorio a la luz del mundo que esto parezca. Estas reuniones no son jodas
habituales ya que vas con la idea incierta de proceder y hacer cosas que en las
citas normales a cara descubierta jamás harías, como relacionarse, y hasta
intimar, con gente que no conoces y tal vez nunca conocerás. Si todo esto puede
ocurrir en una pequeña fiesta de disfraces privada cuyos invitados son una
minoría, imagínense ustedes de la manera en que se potencian o se multiplican
todas esas sensaciones raras o diferentes cuando la fiesta es pública, y puede
concurrir todo aquel que lo desee, siempre que pague el correspondiente pase.
Pues una fiesta de este tipo se celebra cada año en la ciudad de Paraná, y es
un suceso que en ciertos aspectos ha logrado trascendencia nacional.
A Sofía Pena, sus amigas, repetidas concurrentes, le habían hablado maravillas
acerca de la fiesta, aunque ella nunca se había enganchado demasiado con la
idea de ir, no porque no le gustara o no le generara cierta intriga, sino
porque la entrada tenía un costo elevado y además había que contar con otro
tanto para los pasajes del colectivo y otros gastos, ya que vivían en una
ciudad a unos doscientos kilómetros de Paraná; y ella, midiéndose, llegaba
ajustadamente a fin de mes con lo que ganaba en su trabajo de medio turno en una
panadería, pagándose el departamento y los estudios de asistente social;
consecuencia directa de ser independiente a los veinte.
Pero, ese engañoso gustito por hacer algo diferente más el constante
meter púa de sus amigas, hicieron que esta vez ahorrara unos pesos y se
decidiera a ir con ellas, hasta la entrada por supuesto, después cada una a lo
suyo, así estaba pactado, cosa que a Sofía no le gustaba demasiado, pero bueno,
formaba parte del clima propio de la fiesta. Como pudo se fue abriendo paso
entre la multitud hasta llegar a una barra y pidió un Fernet con cola. Con
iguales dificultades se retiró y desde un lugar un tanto discreto, por llamarlo
de algún modo, con la espalda apoyada en una columna para evitar posibles
choques o mandadas de mano, se dedicó a observar los comportamientos, mientras
en su cabeza se disputaban el liderazgo un par de disyuntivas. Por un lado el
precavido “qué hago acá” y por el otro el “déjate llevar” y su creciente
predisposición a divertirse sin pensar en nada más.
Era digna de admiración la cantidad y calidad de los disfraces, no
existía personaje de Disney que no estuviera retratado en algún concurrente. Ciertos
directores de Hollywood, sobre todo aquellos realizadores de películas de
terror, hubieran observado con muy buenos ojos las caracterizaciones de muchos
de los personajes allí reunidos, que se paseaban caminando, chocándose,
golpeándose, bamboleándose o riéndose a carcajadas. Sin duda que era una
reunión muy propicia para quien quisiera retratar el grado de estupidez que
suele alcanzar a veces el ser humano a pesar de las ventajas que ofrece la
razonabilidad. Si había algo que era común a todos, eso era la sumisión absoluta
ante lo embriagante del clima de la fiesta. Y otra cosa que los unía era el
infaltable vaso de bebida en la mano. Lo que no se observaba a simple vista y
que seguramente era moneda corriente era el transitar de alguna que otra
sustancia incentivadora de estados mentales volátiles.
Tuvo la virtud de cortar su divagar una voz pausada y segura que
provenía de las fauces entreabiertas de un gran oso pardo situado a su derecha.
—¿Está indecisa la gatita? ¿Su primera vez por acá?
Después de la sorpresa inicial que le produjo la cercanía del hablante,
sonrió divertida, si la hubieran llamado así en cualquier otro lugar que no
fuera ese, habría respondido con una soberana cachetada, pero visto que no le
había quedado más remedio que deslizarse en el interior del ajustado traje de
Gatúbela, debido a la casi carencia de disfraces a la altura de la fecha en que
había decidido concurrir, lo dicho por el animal tenía su real asidero.
—Aja. Aún no muy convencida de haber hecho bien al venir…
Percibió más que vio, por la expresión de sus ojos, la sonrisa que había
dibujado el oso en la profundidad de sus fauces.
—Vení conmigo, que te voy a mostrar cómo funciona todo esto, no tengas
miedo—. Le dijo, a la vez que la agarraba de la mano y con decisión la llevaba abriéndose
paso por entre la multitud que invadía a reventar el predio; ya se sabe que
cuando uno está indeciso la mejor arma que puede utilizar quien desea ejercer
poder sobre nosotros es la seguridad y eso era precisamente lo que emanaba del
tipo oculto en el interior del oso. A ella le resultaba ridícula la situación,
definitivamente quedaba fuera de lugar o totalmente impropio pensar a la
Gatúbela de ciudad Gótica que tuviera un mínimo de contacto con un oso propio
de los grandes bosques. En fin, la fiesta en sí estaba plagada de despropósitos,
de ridiculeces, así que de momento se dejó llevar por el decir y el proceder
del simpático oso.
Y conversando entre copas que van y copas que vienen, sumado al efecto
de algún estimulante, que en conjunto lograron que ella no pudiera determinar
qué era lo que convenía, unas horas después, confundidos entre las sombras de
unos arbustos, la gatita se aprovechó del oso, o este logró que la seductora
Gatúbela le hiciera los favores. ¿Qué importa quién llevó a quién o si fueron
juntos? El caso es que hicieron el amor sin saber quién ocupaba cada uno de los
disfraces. He aquí lo profano, morboso, prohibido, y por consiguiente atractivo
de la fiesta en sí.
Lo cierto es que, Sofía Pena, al otro día a las cuatro de la tarde,
cuando al fin pudo despertar con una resaca de la puta madre, con las sienes
que le punzaban y la cabeza que la amenazaba con una próxima explosión, nunca
entendió cómo había viajado y llegado a su departamento. Sus recuerdos morían
bailando con movimientos sensuales en el medio de la multitud, exultante,
mostrando sus hermosas curvas acentuadas por el disfraz que le calzaba de
maravillas, siempre acompañada por aquel oso pardo de andar pausado, calmo, tan
contradictorio al de ella. Y ahora se agarraba la cabeza con las manos, pero no
porque le doliera, bueno en parte sí, pero su mayor preocupación pasaba por la
actitud que había tenido, que ahora consideraba deplorable. ¿Cómo era posible
que ella, una chica centrada y muy consciente de los riesgos, se hubiera dejado
llevar por alguien que no conocía y de quién ni siquiera sabía el nombre? ¿Qué
había terminado haciendo? ¿Cómo era posible que no lo recordara?
Instintivamente se llevó la mano a la entrepierna como si eso fuera a darle a
entender si había o no sobrepasado los límites; y entonces se dio cuenta que ya
no tenía el traje, que alguien se lo había sacado, ¿quién? ¿cuándo? ¿dónde?
¿para qué? No recordaba nada y mucho menos entendía y se odió por su actitud.
Tres meses después lo entendía aún menos y se odiaba un tanto más.
Luego de nueve meses seguía sin entender, aunque el odio ya se había
atenuado para transformarse en amor, en amor hacia la personita que había
traído al mundo: aquella preciosidad a la que tal vez nunca diría que era hija
de un oso pardo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario