Caminaba bajo la
intensa lluvia con paso que sin llegar a ser cansino tampoco era apresurado
como si el mojarse o el resquebrajar de los rayos no la afectaran, como si en
realidad nada de lo que ocurriera durante esa inclemente tarde de primavera le
importara más que sus pensamientos. Su cara suave, redonda y pecosa, matizada
por un par de mechones que caían rebeldes cubriendo sus sienes, desnudaba una
edad cercana a la cuarentena y no mostraba a simple vista atisbos de algún
sufrimiento. La frente despejada, la mirada limpia, la ausencia de arrugas en
el ceño, y la sonrisa estampada en los labios denotaban ese estado, aunque tal
vez la confrontación de pasiones iría por dentro, ¿quién más que ella podría
saberlo? Sus pasos por más que
no tuvieran prisa, sí eran resueltos como si la llevaran de la mano de la
seguridad hacia donde quería ir, ¿o la traerían de regreso después de haber
cumplido con algún menester prefijado? Llegó hasta una
intrascendente casita, de esas construidas en serie como la mayoría de esa zona
del pueblo, a la que lo único que parecía diferenciarla de las demás era una
larga y alta ligustrina que cubría gran parte del frente como queriendo
resguardar cierto misterio. Entró luego de dejar los zapatos, empapados y
chorreando barro, a un lado de la puerta. Caminaba en puntas de pie, intentando
no humedecer demasiado el piso tal vez, cosa imposible ya que iba dejando un
reguero de agua tras de sí. Se dirigió al baño. Se sacó la ropa, abrió la canilla
de agua fría y sin más se introdujo debajo de la ducha. Recién en ese preciso
instante se pudo apreciar en ella algún atisbo de la variación de sensaciones.
Como que recién en ese momento ocurrió algo que la sacó por unos segundos del
estado de satisfacción en el que había permanecido sumergida. Es que el choque
del agua fría con el cuerpo aún caliente a pesar de haberse empapado con la
lluvia, dio como resultado la aparición de la clásica piel de gallina y la
dureza en la erección de los pezones, haciendo que se encogiera
involuntariamente producto de un espontáneo estremecimiento. Tan solo eso, una
vez superado el momento dejó que corriera el agua desde su cabello caoba hacia
su aún atrayente cuerpo, de líneas suaves solo perturbadas por atisbos en el vientre
denotados por algún leve pliegue y estrías debido a la existencia de tal vez un
par de embarazos. Terminó de bañarse, tomó una toalla y se secó el pelo. Luego
envolvió su cuerpo con ella. Salió del pequeño reducto de la ducha y se dirigió
al lavabo o más precisamente hacia el espejo que estaba ubicado encima de él.
Le pasó el revés de la mano para quitar lo empañado y se observó por un largo
momento. Le gustó lo que vio. Ese brillo que había aparecido en su mirada, que
hacía tanto tiempo no veía, dejaba a las claras que no se había equivocado.
Sonrió con la sonrisa maliciosa de quién recuerda alguna falta placentera o una
picardía. Salió del baño y se tiró de espalda encima de la cama matrimonial no
poniendo el más mínimo reparo en que la imprudente toalla era poco lo que
cubría. No tenía recuerdos de la última vez que había sentido en carne propia
las agradables sensaciones que hoy había vuelto a sentir. E incluso había
experimentado otras nuevas, gratísimas, que no sabía siquiera que podían
existir y que aún al recordarlas, allí tirada encima de la cama, hacían que
juntara las piernas y se estremeciera de placer. Sensaciones que,
indefectiblemente, la volvieron a hacer sentir viva, que le hicieron saber que
no era ese objeto inanimado sumergido en la intrascendencia diaria y la
insensibilidad propia del mundo del consumismo que creía ser. Volvió a sentirse
mujer. Mujer deseada y apreciada. Y así se durmió: desnuda, sonriente, con el
grato sabor de haberse dado un gusto que se debía; agradecida a sí misma por
haber seguido al pie de la letra el mandato de su percepción, y con la
inconfundible certeza de haber hecho lo que debió hacer hace mucho tiempo.
Este es mi borrador virtual. Todos los textos son de mi exclusiva autoría. No siguen ninguna línea específica ni hilo conductor, ni siquiera una cronología. Publico compulsivamente cuando tengo ganas, y cuando no las tengo me pregunto por qué pierdo el tiempo en hacerlo. Soy así. Las imágenes fueron tomadas de Internet.
martes, 25 de octubre de 2016
jueves, 13 de octubre de 2016
S. O. S.
Por más pedidos de
auxilio que emitas, aunque se lo supliques en los más diversos idiomas, así te
desgarres en gritos desaforados o en lamentos ahogados; él no te escuchará si
no quiere escucharte, si no existe un mínimo de correspondencia para contigo
que lo incentive a prestarte atención. Si no siente algo por ti no captará el
mensaje por más que se lo pintes con letras de sangre delante de sus ojos.
Conspiración
Los malestares se atenúan,
las presiones decrecen, las cargas se llevan con admirable soltura, las
obligaciones no se perciben como tales, se sucede la ocurrencia de hechos
gratificantes, la sonrisa otrora menguante se dibuja en permanente concavidad;
la vida toda pareciera cobrar sentido cuando alguien te hace saber que te
quiere.
Ahora, cuando esto no
ocurre es la incertidumbre misma la que carcome poco a poco para que todo
conspire en la concatenación de pálidos e irrelevantes aconteceres.
Crimen y castigo
Como la frivolidad que deja
mal herido al incorregible perverso, como la culpa que consume al eterno
pecador, como el deseo que carcome poco a poco al abstinente, o como la voz de
la conciencia que martiriza al homicida; la imposibilidad de amar es el castigo
devuelto al reincidente e insidioso amante.
jueves, 6 de octubre de 2016
Gatúbela y el oso
Las fiestas de disfraces tienen ese algo de misterioso, esa cuota de
indescifrable, esa carencia de predisposición para llevar adelante ideas
prefijadas; tal vez por ese no saber con certeza acerca de con qué o a quién te
vas a encontrar y cómo actuarás bajo los efectos de la liberación que ofrece el
estar oculto detrás de una máscara o un antifaz. Es como que al estar sumergido
en el anonimato uno se animara a ser lo que muy en el fondo desea ser, por más
contradictorio a la luz del mundo que esto parezca. Estas reuniones no son jodas
habituales ya que vas con la idea incierta de proceder y hacer cosas que en las
citas normales a cara descubierta jamás harías, como relacionarse, y hasta
intimar, con gente que no conoces y tal vez nunca conocerás. Si todo esto puede
ocurrir en una pequeña fiesta de disfraces privada cuyos invitados son una
minoría, imagínense ustedes de la manera en que se potencian o se multiplican
todas esas sensaciones raras o diferentes cuando la fiesta es pública, y puede
concurrir todo aquel que lo desee, siempre que pague el correspondiente pase.
Pues una fiesta de este tipo se celebra cada año en la ciudad de Paraná, y es
un suceso que en ciertos aspectos ha logrado trascendencia nacional.
A Sofía Pena, sus amigas, repetidas concurrentes, le habían hablado maravillas
acerca de la fiesta, aunque ella nunca se había enganchado demasiado con la
idea de ir, no porque no le gustara o no le generara cierta intriga, sino
porque la entrada tenía un costo elevado y además había que contar con otro
tanto para los pasajes del colectivo y otros gastos, ya que vivían en una
ciudad a unos doscientos kilómetros de Paraná; y ella, midiéndose, llegaba
ajustadamente a fin de mes con lo que ganaba en su trabajo de medio turno en una
panadería, pagándose el departamento y los estudios de asistente social;
consecuencia directa de ser independiente a los veinte.
Pero, ese engañoso gustito por hacer algo diferente más el constante
meter púa de sus amigas, hicieron que esta vez ahorrara unos pesos y se
decidiera a ir con ellas, hasta la entrada por supuesto, después cada una a lo
suyo, así estaba pactado, cosa que a Sofía no le gustaba demasiado, pero bueno,
formaba parte del clima propio de la fiesta. Como pudo se fue abriendo paso
entre la multitud hasta llegar a una barra y pidió un Fernet con cola. Con
iguales dificultades se retiró y desde un lugar un tanto discreto, por llamarlo
de algún modo, con la espalda apoyada en una columna para evitar posibles
choques o mandadas de mano, se dedicó a observar los comportamientos, mientras
en su cabeza se disputaban el liderazgo un par de disyuntivas. Por un lado el
precavido “qué hago acá” y por el otro el “déjate llevar” y su creciente
predisposición a divertirse sin pensar en nada más.
Era digna de admiración la cantidad y calidad de los disfraces, no
existía personaje de Disney que no estuviera retratado en algún concurrente. Ciertos
directores de Hollywood, sobre todo aquellos realizadores de películas de
terror, hubieran observado con muy buenos ojos las caracterizaciones de muchos
de los personajes allí reunidos, que se paseaban caminando, chocándose,
golpeándose, bamboleándose o riéndose a carcajadas. Sin duda que era una
reunión muy propicia para quien quisiera retratar el grado de estupidez que
suele alcanzar a veces el ser humano a pesar de las ventajas que ofrece la
razonabilidad. Si había algo que era común a todos, eso era la sumisión absoluta
ante lo embriagante del clima de la fiesta. Y otra cosa que los unía era el
infaltable vaso de bebida en la mano. Lo que no se observaba a simple vista y
que seguramente era moneda corriente era el transitar de alguna que otra
sustancia incentivadora de estados mentales volátiles.
Tuvo la virtud de cortar su divagar una voz pausada y segura que
provenía de las fauces entreabiertas de un gran oso pardo situado a su derecha.
—¿Está indecisa la gatita? ¿Su primera vez por acá?
Después de la sorpresa inicial que le produjo la cercanía del hablante,
sonrió divertida, si la hubieran llamado así en cualquier otro lugar que no
fuera ese, habría respondido con una soberana cachetada, pero visto que no le
había quedado más remedio que deslizarse en el interior del ajustado traje de
Gatúbela, debido a la casi carencia de disfraces a la altura de la fecha en que
había decidido concurrir, lo dicho por el animal tenía su real asidero.
—Aja. Aún no muy convencida de haber hecho bien al venir…
Percibió más que vio, por la expresión de sus ojos, la sonrisa que había
dibujado el oso en la profundidad de sus fauces.
—Vení conmigo, que te voy a mostrar cómo funciona todo esto, no tengas
miedo—. Le dijo, a la vez que la agarraba de la mano y con decisión la llevaba abriéndose
paso por entre la multitud que invadía a reventar el predio; ya se sabe que
cuando uno está indeciso la mejor arma que puede utilizar quien desea ejercer
poder sobre nosotros es la seguridad y eso era precisamente lo que emanaba del
tipo oculto en el interior del oso. A ella le resultaba ridícula la situación,
definitivamente quedaba fuera de lugar o totalmente impropio pensar a la
Gatúbela de ciudad Gótica que tuviera un mínimo de contacto con un oso propio
de los grandes bosques. En fin, la fiesta en sí estaba plagada de despropósitos,
de ridiculeces, así que de momento se dejó llevar por el decir y el proceder
del simpático oso.
Y conversando entre copas que van y copas que vienen, sumado al efecto
de algún estimulante, que en conjunto lograron que ella no pudiera determinar
qué era lo que convenía, unas horas después, confundidos entre las sombras de
unos arbustos, la gatita se aprovechó del oso, o este logró que la seductora
Gatúbela le hiciera los favores. ¿Qué importa quién llevó a quién o si fueron
juntos? El caso es que hicieron el amor sin saber quién ocupaba cada uno de los
disfraces. He aquí lo profano, morboso, prohibido, y por consiguiente atractivo
de la fiesta en sí.
Lo cierto es que, Sofía Pena, al otro día a las cuatro de la tarde,
cuando al fin pudo despertar con una resaca de la puta madre, con las sienes
que le punzaban y la cabeza que la amenazaba con una próxima explosión, nunca
entendió cómo había viajado y llegado a su departamento. Sus recuerdos morían
bailando con movimientos sensuales en el medio de la multitud, exultante,
mostrando sus hermosas curvas acentuadas por el disfraz que le calzaba de
maravillas, siempre acompañada por aquel oso pardo de andar pausado, calmo, tan
contradictorio al de ella. Y ahora se agarraba la cabeza con las manos, pero no
porque le doliera, bueno en parte sí, pero su mayor preocupación pasaba por la
actitud que había tenido, que ahora consideraba deplorable. ¿Cómo era posible
que ella, una chica centrada y muy consciente de los riesgos, se hubiera dejado
llevar por alguien que no conocía y de quién ni siquiera sabía el nombre? ¿Qué
había terminado haciendo? ¿Cómo era posible que no lo recordara?
Instintivamente se llevó la mano a la entrepierna como si eso fuera a darle a
entender si había o no sobrepasado los límites; y entonces se dio cuenta que ya
no tenía el traje, que alguien se lo había sacado, ¿quién? ¿cuándo? ¿dónde?
¿para qué? No recordaba nada y mucho menos entendía y se odió por su actitud.
Tres meses después lo entendía aún menos y se odiaba un tanto más.
Luego de nueve meses seguía sin entender, aunque el odio ya se había
atenuado para transformarse en amor, en amor hacia la personita que había
traído al mundo: aquella preciosidad a la que tal vez nunca diría que era hija
de un oso pardo.
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