La enésima helada no tuvo consideración
alguna con los escasos verdes y los extensos marrones que presentan los
campos en este crudo invierno, los cubrió íntegramente con su blanco manto
inmaculado, manto que curiosamente a nada abriga y a todo lo torna gélido.
El sol abrió apenas los ojos, pero al
ver el desamparo reinante decidió no participar de tal despropósito, se cubrió
de pies a cabeza con la gruesa manta de los días plomizos. Seguramente dormirá
hasta tarde o, quién sabe, tal vez ni siquiera se levantará hoy.
Las ramas desnudas y oscuras de los
árboles permanecen impertérritas, valientes ante la intemperie o, quizás,
temerosas de hacer algún movimiento ingenuo que enfurezca al fantasma de los
vientos o desate la ira de las tempestades y estos terminen por venir a
azotarlas. Tan sólo ofician de toboganes para que se deslicen las gotas producto
de la helada que la tenue alza de la temperatura diurna ha logrado derretir.
Como oponiéndose a ese cuadro
desolador, una paloma empolla su único huevo en un poco menos que patético nido
hecho con una docena de pajas cruzadas ubicado en la horqueta que forman un par
de ramas. Y allí está, expuesta a todo aunque con la convicción absoluta que le
da el ciclo de la naturaleza, como una muestra latente de calor entre tanto
frío.
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