lunes, 6 de abril de 2015

Jefe de calderas

Él en otros tiempos tal vez hubiese sido un excelente jefe de calderas de un enorme buque transatlántico a vapor, o quizá, de un imponente tren de carga. No necesita darle un vistazo a los relojes, porque sabe escuchar pacientemente, sin perturbo alguno, el andar de los motores, sabiendo que ellos le dirán a través de sus variaciones de sonidos, cuándo llegará el momento en que se deba alimentar la caldera o en su defecto si con lo que tiene es suficiente.  Entonces, si la necesidad existe, él echará mano a la pala o impartirá la orden para que sus subordinados le brinden el carbón necesario con el fin de que se estabilice el correcto funcionar de la maquinaria.

Él escucha, escucha, y escucha. Mientras tanto piensa y cuando le consta que ha llegado el momento —siempre sabe cuándo es el instante propicio pues esa es una de sus virtudes—, se expresa, alimentando el fuego o aplacando sulfuros, y lo deja de hacer cuando la vorágine se atenuó. Es preciso, breve y conciso. Sus palabras van siempre directo a la neuralgia de la cuestión. Siempre sabe qué y cómo decirlo. Por eso confían tanto en él y lo seguirán haciendo, porque ya quedan pocos a su imagen y semejanza, y cada vez existen más bocas de caldera para alimentar en este mundo de locos cuyos impulsores nunca terminan de funcionar correctamente por más bien atendidos que se encuentren.

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