Desde que escuché en un bar, de esos que uno se encuentra sin
querer, cuando hastiado de la soledad sale a caminar sin rumbo, los tristes
acordes de un saxo al entonar un jazz, me enamoré de esa clase de música. Bah,
en honor a la verdad, lo que en realidad sucedió fue que la pelirroja que
tocaba el saxo se partía de lo buena. Ya no recuerdo bien si era el vestido
azul que se ajustaba a sus curvas o eran sus fantásticas curvas las que
modelaban el vestido, solo sé que eran tal para cual. Eso, más el blanco
delicado de la piel, más la cascada enrulada que caía sobre sus hombros, eran
demasiada atracción para todo quien se preciara de admirar la belleza femenina.
Y desde aquella noche, cada nota melancólica que vuelvo a escuchar, es un
hechizo que inevitablemente me remite a ella.
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