Te miraba obnubilado, con devoción he observado
cada milímetro de ti a sabiendas de que estaba ante la gran obra maestra, escuchaba
maravillado cada palabra escapada de la dulce celda de tus labios, recorrer tu
cuerpo era un incomparable placer, disfrutaba de ti y contigo con la calma y la
parsimonia de lo que se sabe propio. Llegué a percibir en ti ese elixir mágico
y embriagador que solo emana de lo sublime. Pero, mientras más admiraba la
perfección hecha carne en ti, más me convencía de que en el fondo escondías el
mayor de los defectos, aquél que ensombrecería todas tus virtudes. Y como un
digno representante más de la gran estupidez humana, dotado con ese auténtico
vicio de los mortales que es la inconformidad, me he puesto a buscar tal
deficiencia y creí habértela encontrado o, en definitiva, creo que terminé por
inventarla. No conforme con ello, me he dedicado a sacar provecho de tal
supuesto defecto para así ir tirando por la borda una a una, como quien
desprende los pétalos de una rosa y los deja caer para que el viento se los
lleve, todo el dechado de virtudes que hacían de ti la perfección hecha mujer. Y así como he admirado en ti la belleza en fantástico
esplendor, he creado en mí al monstruo
que se la ha ido devorando poco a poco sin el menor remordimiento.
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