Como la distancia albergaba misterios de él, disfrazaba pasiones de ella, y dejaba sin efecto cualquier
posibilidad de encuentro, la virtualidad había impuesto la desfachatez de sus reglas.
Una serie de ingeniosas consignas iban y venían en el intento de darle color a
la laxitud rutinaria de los días de ambos. La consigna que le había dejado él
la noche anterior para ese día era que buscara, cuando viajara hacia el trabajo
en el colectivo de las 6.45, al hombre que se pareciera lo más posible a la
imagen que ella se había formado de él y que tratara de generar algún tipo de conversación
o contacto.
Ella despertó con el pecho palpitante,
y convencida de que a quién encontraría en un rato era a su interlocutor de
todos los días. Se arregló como nunca, y quince minutos antes del horario ya
estaba en la parada del colectivo, tal la ansiedad. Al subir tropezó un par de
veces por mirar a su alrededor tratando de encontrarlo. No, no estaba. Extrañamente
para esa hora había un par de lugares sin ocupar. Tomó asiento del lado del
pasillo, cabizbaja, y pensando en lo idiota que había sido por creer concreta
una posibilidad que era sencillamente inadmisible. Y por pensar en lo que pensaba
no reparó en que el ómnibus se había detenido en otra de las tantas paradas.
Levantó la vista y, a la vez que su cara dibujaba una mueca estúpida, su
corazón pareció detenerse por unos segundos. Morocho, alto, camisa blanca,
pantalón de vestir, elegante, impecable, tal como se lo había imaginado. Y esa
mirada pícara, divertida, fija en los ojos de ella. Era él, no cabía duda.
Reaccionó y se corrió hacia la ventanilla para que él se sentara a su lado.
Ella lo miró embelesada sin atinar a pronunciar palabra. Él continuaba
mirándola. Ella se inclinó hacia él y pegó su boca a la del hombre. Él aparentó
sorprenderse aunque no tardó en responder construyendo un beso que pareció
haber sido esperado por largo tiempo.
Casi no dijeron palabra en la media
hora que duró el trayecto, aunque dentro de lo poco pronunciado quedaron de
encontrarse a la noche.
Las horas del día nunca le fueron tan
largas, aunque al fin, como todo en la vida, pasaron.
Como si
tuvieran todo el tiempo del mundo caminaron por la costanera, sin apuro, disfrutando de la compañía, de la
proximidad y del silencio, que ni siquiera ellos se atrevieron a romper, tal la
magia.
La tenue luz de las velas y la música
suave dieron los matices necesarios a una cena íntima, plagada de miradas
cómplices y deseos de concreción de placeres latentes ya murmurados con
anterioridad a través de la distancia. Hicieron el amor hasta altas horas de la
madrugada, hasta que ella con la más auténtica de las sonrisas pintada en su
rostro se durmió.
Cuando despertó, ese soleado sábado de
abril, él ya no estaba. Buscó una nota con algún teléfono o dirección, o alguna
pista que le indicara cómo seguiría el asunto, pero no la encontró.
Al rato, y ya saliendo un tanto del
arrobamiento que le había producido la realidad de haberse encontrado con el
hombre que ocupaba su pensar tras tanto mensaje intercambiado a través del
puente de la virtualidad, recordó que no había mirado el chat desde el mismo
jueves a la noche. Se encontró con más de una docena de reclamos por su
presencia, que le preguntaban cómo le había ido con el cumplimiento de la
última consigna; y con otra tanta cantidad de consultas acerca de si le había
ocurrido algo que hacía un par de días que no contestaba los mensajes.
Un escalofrío corrió por su
columna vertebral mientras el celular se deslizaba de sus manos y se hacía
añicos contra el suelo.
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