¿Y quién no ha tenido alguna vez esos locos deseos de
volver a acurrucarse en el regazo materno, ahí en la mismísima guarida de los
mimos y las caricias?
Sin duda es un afortunado quien cuenta con esa persona
que le da la calma con su sola presencia, que al estar a su lado siente
que ese es precisamente su lugar en el mundo. Ese rinconcito acogedor donde
puede uno abandonar su estado de alerta con la mayor tranquilidad porque sabe
que está seguro. Ese espacio que, sin ser el modelo de confort ideal, es dueño
de ese inigualable espíritu de nido, que brinda la tibieza de la eterna
primavera. Pero que, a la vez, ostenta la potestad de lograr que invadan
tu ser las agradables brisas de la libertad, permitiendo que salgas a volar
cuando quieras porque sabe que volverás, pues tiene impregnado en su esencia el
gustito de la cosa propia, de la que se extraña cuando no está. Y por ende, te
genera una atracción tan fuerte que no quieres alejarte más allá del límite del
posible retorno, esa delgada línea que separa el recuerdo del potencial olvido.
¿Existirá alguien cuyo anhelo no sea volar libremente
con ansias de un refugio así?