Nos vamos secando poco a
poco, agotándonos como si careciéramos o fuéramos perdiendo esa vital llama
aleccionadora que debiera regarnos con emociones nuevas, con incentivos, con
lozanías, con sorpresas, con caprichos, con ridiculeces, con sentires
auténticos, con expresiones espontáneas. Parece ser que cada día que transcurre
vivimos una realidad que lo único que hace es desenmascarar una a una todas las
mentiras o desnudar las viles miserias del hipocrático mundo que hemos creado. La
consecuencia de ello es que hoy ya no somos quienes fuimos ayer, y mañana no
seremos ni parecidos a quienes somos ahora; y así pareciera ser que seguiremos:
saltando de mentira revelada a mentira por descubrir, pasando de miseria conocida
a miseria por conocer. Y por lógica no confiando en nada, y dejando que se nos vaya
escurriendo lentamente de nuestras mentes la poca esencia valorable que nos
resta. Nos hemos transformado en
autómatas incrédulos. Hemos dejado a un lado esa fantástica e innata capacidad de
regenerar o innovar con que hemos contado desde el mismísimo comienzo y ese es
un error imperdonable que pagaremos muy caro.
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