Pudo haberse quedado con
la eterna duda acerca de lo que podrían sentir al estar uno frente al otro y por
ende conservar para siempre el fantástico recuerdo de los momentos virtuales
vividos, pero cuando ella le pidió que fuera a su encuentro él no lo dudó un
instante y acudió solícito. No le importaron los trescientos kilómetros que los
separaban, ni las seis horas de viaje, ni el día que empeñó, ni las excusas que
tuvo que inventar y las posibles consecuencias. Tan sólo compartieron quince
minutos entre besos adeudados, abrazos prometidos, y murmuración de frases pensadas
que tal vez no debieron ver la luz en ese momento. Él retornó con el regusto en
el paladar de los besos cálidos de ella, con el agridulce sabor con que cuentan
los deseos imposibles satisfechos en parte, y con la absoluta convicción de que
nunca más volverían a verse.
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